Queridos lectores al inicio del nuevo Año Litúrgico les deseamos el mejor provecho de estos artículos que buscan el “gusto por la Palabra de Dios”. Deseo ponerles algunos antecedentes para todos los domingos de este tiempo de Adviento: escucharemos al evangelista San Marcos, luego los tres primeros domingos presentan la última venida del Señor, primero como redentor, como el que viene con poder y esplendor y luego el que es anunciado por Juan con todas su características. El último domingo ya está centrado en el nacimiento próximo del redentor de María Virgen. Con estas notas introductorias, entramos al Evangelio de este primer domingo. Su centro se basa en el verbo “vigilar” que es en la pequeña parábola la invitación del propio Jesús a hacerlo. Pero, ¿qué significa vigilar? Estar vigilantes no se trata solo de creer, sino de estar alertas. Todos tenemos la experiencia de esperar a un amigo a un familiar que tarda en llegar, lo que nos puede producir un poco de ansiedad. Vigilar por Cristo es mirar hacia delante sin olvidar el pasado. No olvidar lo que ha hecho Él por nosotros en la cruz del Calvario, por ello “vigilar” es aquí sinónimo de contemplación atraídos por la fuerza del amor inmenso del Redentor. Entonces con la invitación a “vigilar”, Jesús desea vitalizar a una comunidad para que no esté obsesionada con el deseo de conocer el final de los tiempos, sino que se preocupe por vivir y discernir tiempos y momentos en la escuela de la escucha de la Palabra de Dios y en su obediencia alegre y agradecida. Con la enseñanza final de la alusión a uno que se fue dejando a su portero que vigile para cuidar de su casa, podemos ver como esa referencia a su “casa” hace alusión a comunidad cristiana. Cualquier creyente es, en su fidelidad cotidiana al Señor, responsable de su cuidado y construcción. La vigilancia se caracteriza según el Evangelio, como “vigilancia de la casa”, de la que mientras espera a su Señor, el cristiano debe cuidar desempeñando la tarea que Dios ha confiado a cada uno. Y por lo tanto, la “Esperanza” es la virtud por excelencia del Adviento. Ésta nos hace mirar al mañana con confianza y valentía. Esta virtud en este tiempo especial se conjuga con la vigilancia y la laboriosidad. En la casa del Señor todos somos “siervos”, cuidamos como tales de su casa, sin pertenecernos a nosotros mismos sino a Él que por nosotros nacerá en Belén y más tarde morirá en la cruz del Calvario para luego resucitar.
Celebrando hoy el cierre del Año Litúrgico con la Solemnidad de Cristo Rey del Universo, el texto evangélico de Mt 25, nos refiere una vez más al reino definitivo de Dios. Más de 160 veces aparece en el Nuevo Testamento la expresión “Reino de los cielos” o “Reino de Dios”, que está sin lugar a duda, en el corazón de la predicación de Jesús. Esta imagen nos lleva hacia una sociedad, la oriental, toda marcada por la estructura socio-política monárquica, desde donde la Biblia toma esta imagen representando así el señorío de Dios. Con el Evangelio de este domingo, se señala el desenlace final, por medio del cual aparecerá el Reino definitivo de Dios en su Cristo. En esta ceremonia ya no aparecen las delegaciones oficiales de nobles y poderosos, y aparecen los justos, los que fueron solidarios con los enfermos, los presos, los hambrientos y los pobres. El cortejo real lo encabezan un cortejo de sencillos, ligados no al poder, sino al amor. En la realidad humana los reyes, los príncipes y jefes, casi nunca llegan a reinar sin antes no hacen morir a alguien; Cristo es el rey que se entrega Él mismo al martirio, para ofrecer de sí mismo la verdadera y genuina riqueza de su Reino, así lo señaló en algún momento a sus discípulos: “Los jefes de las naciones las dominan y los grandes ejercen el poder sobre ellas”, pero en el Reino mío, podría decir Él mismo: “no es así; el que quiera ser grande hágase siervo, y el que quiere ser el primero sea el último de todos” (Mc 10,42-44). Con esta parábola una vez más Jesús, nuestro Rey, el “Pastor grande de las ovejas y guardián de nuestras almas” (Hb 13,20), nos advierte el destino último que nos espera y nos invita a la elección decisiva para su proyecto de salvación. En efecto, en la tarde de la vida y de la historia, Cristo entra en escena como el rey que desata el ovillo del bien y del mal, que hace brillar el trigo separándolo de la cizaña para quemar, que revela la verdadera oveja de su rebaño alejándola del cabrito, símbolo de la violencia y el orgullo. A las primeras les espera el camino abierto por Cristo hacia su Reino, es decir, de la plena comunión con Él; a los otros queda sólo el silencio de la muerte y las tinieblas.
Este domingo nos hace de antesala del cierre del Año Litúrgico y de la celebración de Cristo Rey del Universo. En la parábola de hoy, nos imaginamos que la puerta del palacio se abre y aparece el señor-patrón de aquellos siervos que habían sido contratados. Su ausencia como se narra ha sido larga pero no era definitiva. El había dejado a sus siervos con talentos, es decir, con los medios para ser provechosos. El talento en los orígenes era una unidad de medida de los pesos destinados a determinar la entidad de las mercancías dentro del sistema económico del cambio. Se usaba sobre todo para los metales preciosos. Si se piensa que el salario diario de un obrero era más o menos de un denario, se puede comprender la importancia del encargo confiado por el señor de la parábola a sus empleados. La parábola entonces, desea desarrollar dos realidades: la primera el gozo que debería producir la gratuidad del amo, que se va pero no los deja sin nada a cada uno de ellos y, en segundo lugar, la laboriosidad y creatividad con que los siervos deberían hacer operativo el don recibido, en la ausencia de su señor.
El talento se da a todos inicialmente, enfatizando así que el propietario y la fuente de tanta generosidad es siempre un don de Dios. Y, por el otro lado, el premio o el castigo final, va mucho más allá de cuantos los distintos personajes lo hayan merecido con su empeño o con su inercia.
La parábola desea enfatizar que no se trata tanto de pensar si hemos o no desarrollado nuestros talentos, como a reflexionar si en este año litúrgico, por decir algo, hemos abierto de par en par las puertas del corazón, a la salvación ofrecida a todos nosotros por el Padre en Cristo. Este es en definitiva el gran “talento” que Dios ha puesto, como garantía de que no hay nadie a quien no se le haya convocado y ofrecido la semilla de la cimiente que debe florecer. En el día glorioso en que el Señor, vuelva entre las nubes del cielo, seguramente pedirá las cuentas de lo que su oferta de salvación caló y echó raíz en lo más profundo de todo nuestro ser, que nos haga por lo tanto merecedores de oír: “Bien, siervo bueno y fiel, has sido fiel en lo poco, te daré autoridad sobre el mucho; toma parte en la alegría de tu patrón”.
“Velen…”
En este domingo cercanos a la fiesta de Cristo Rey, nos sumergimos espiritualmente en los discursos escatológicos de Mateo en sus capítulos 24 y 25. En él, el autor combina el anuncio de la ruina de Jerusalén (acaecida en el año 70 d.C.) con el fin de la era presente. Tal parece que lo acontecido a Jerusalén marcó para su reflexión el fin de una era, que en griego se dice “aion”: eón, época o era. La idea que subyace es que, según el pensamiento apocalíptico la historia de la salvación se dividía en una serie de períodos “eones”; por ejemplo desde la creación es decir, de Adán hasta Abrahán y de éste a Moisés, etc. Otra palabra griega interesante que nos conviene saber es “Parusía”, que significa “presencia”, ésta designaba en el mundo greco-romano la visita oficial y solemne de un príncipe a algún lugar. Los cristianos se apropiaron del termino para señalar el regreso en la segunda venida de Cristo (1Co 15,23). Y hacia este concepto cristiano de Parusía apunta la parábola de este domingo, el contexto es una boda, con los detalles de la vivencia religiosa-cultural del pueblo de Israel. Las vírgenes representan a los fieles cristianos que están a la espera de su esposo y amo: Cristo. Aún cuando tarde su regreso la lámpara de su vigilancia debe estar a punto. Ellos esperan oír: “¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!”. Pero, como no se sabe el día y la ora de tan esperada vuelta, una virtud contenida en la parábola y que es de vital importancia es: “¡Velen!”, figurada en la misma lámpara, su llama es la virtud y el aceite que la mantiene ardiente es la oración. Así pues, la primera venida ya se ha cumplido y ha inaugurado la época de la Iglesia. La segunda está aún por venir, es la parusía propiamente dicha. Para el evangelista es claro y para nosotros no tanto, el fin de la era presente y la llegada del Reino de Dios en su plenitud, ya está en marcha, con la anticipación de la caída de Jerusalén, que puso final a la otra era anterior. Velar y Orar son las dos condiciones que los verdaderos discípulos de Cristo están llamados a vivir y experimentar hasta que Él vuelva. La parábola de hoy, está en línea de presente ya se abrió la puerta, y al abrir y un cerrar de ojos, aparecerá Cristo Rey del Universo, como decimos en el Credo, para juzgar a los vivos y los muertos. Con estos textos magníficos preparémonos a celebrar a nuestro Rey.
Mateo en el evangelio de hoy nos propone el considerar una tensión pesada que existía en su iglesia siro-palestina, por la fractura ya dada y evidencia entre la nueva vida cristiana y la antigua vida judía. Fueron pues dos realidades antagónicas y confrontadas. Para ser que un grupo de fieles querían ser sólo apariencia con tinte religioso y el otro más deseoso de vivir la coherencia de la fe en Cristo Jesús. Estos últimos tenían sentido del pecado y de todo aquello que les podría separar de Dios, los otros en cambio preocupados por los puestos de honor, las reverencias y usos externos de piedad, un sentimiento de grandeza y superioridad en relación a los demás les dominaba.
Las palabras cortantes de Jesús se asemejan a los de los profetas, haciendo eco de la denuncia por un culto tan vacío y equivocado que no lleva y conduce a nada, un puro y real engaño en nombre de Dios. Pensemos sólo en la expresión dicha por Jesús el “ensanchar las filacterias”. El término griego indica de por sí un “contenedor”, un estuche de custodia; en hebreo y arameo, en cambio, se usaba el vocablo “tefillín”, es decir, “oraciones” porque se trataba de un objeto sagrado, destinado al uso litúrgico. Se usaban entonces amarrados al brazo o en la frente, lamentablemente, la pura ejecución ritual había transformado este símbolo en un frío acto religioso extrínseco. Había que lucirlo y que los demás vieran que estaban orando o era gente sumamente religiosa.
Naturalmente, toda la espiritualidad se pierde cuando el gesto se convierte en una rúbrica que hay que observar minuciosamente. Así pues, ante la teología que pretende con su orgullo comprar la salvación a Dios por ritos puramente externos, ilusionada con tener la verdad, superficial y vana, Jesús busca con su mensaje llevar al creyente que vive en la comunidad, a vivir una fe que “hace” lo que “dice”, una plena y total coherencia entre el mensaje fácil a veces de decir, y lo más duro que consiste en el vivir. A nosotros hoy esta Palabra nos invita a buscar una fe sincera, alejándonos de una práctica religiosa heredada de la familia, hecha de gestos convencionales y ritos rutinarios que ya no dicen nada y lo peor, que a veces es parte de un pertenecer a un grupo social determinado. Jesús nos llama a practicar obras de fe, pero desde el corazón, haciendo crecer siempre su reino de amor.