“Sin que él sepa como…” (Mc 4,26-34 – XI Domingo del Tiempo Ordinario)

“Sin que él sepa como…” (Mc 4,26-34 – XI Domingo del Tiempo Ordinario)



En este domingo, vemos como la pedagogía de Jesús parte de la simplicidad de las cosas para hacernos comprender el dinamismo del Reino de Dios que Él anuncia.  Se comprender mejor todo, si examinamos de cerca el término griego utilizado por el evangelista Marcos. Se trata de la expresión automàtê (automáticamente, espontáneamente), con él nos queda claro que, para el caso del Reino de los cielos es Dios quien en primera persona realiza el movimiento interno, porque ya está dentro de la misma semilla, es decir, el Evangelio, semilla divina, que la providencia divina hacer crecer entre nosotros. Este Reino entonces es don gratuito de Dios, nos toca solo como veremos en la parábola colaborar ante ese gratuito regalo. Así pues, hoy estas parábolas “vegetales” tienen en el centro una doble representación que podríamos llamar de “contraste” y de “crecimiento”. De contraste porque pasa por el pensamiento de Jesús, el comparar lo silencioso e invisible de la realidad del Reino de los cielos, con la diminuta e microscópica semilla de mostaza y la pequeña semilla de trigo. Y de crecimiento, porque el triunfo de la siembra se dará sin tropiezo alguno: la espiga llena de grano ondeará hermosa hacia el sol y el árbol que ha nacido de la pequeña semilla de mostaza será tan alto como de tres metros. La finalidad fundamental de la narración es, efectivamente, la de demostrar que entre el inicio diminuto y el desenlace final, no existe un vacío sino una continuidad cargada de fuerza y vida. De la semilla de mostaza al árbol que termina, de la semilla de trigo a su espiga cargada de grano, todo es eficacia. Así el campesino puede dormir como narra Jesús- porque la semilla en si misma posee la vida y por si sola prosigue el camino de formación y generación.  En conclusión, a pesar de las dificultades y de los efímeros triunfos del mal, la meta última de la historia está en aquél árbol de la cruz, en cuyas ramas nos ampararemos todas las criaturas de Dios. Que esta certeza de fe, dada por el propio Jesús anime tu vida y tu misión, por si en el caso de hoy sentías que todo es era en vano y efímero ¡Jesús te dice que no!

“Sin que él sepa como…” (Mc 4,26-34 – XI Domingo del Tiempo Ordinario)

“El que cumple la voluntad de Dios…” (Mc 3,20-35 – X Domingo de TO)



La primera lectura de este domingo que es del libro del Génesis en el capítulo 3, que nos narra la caída del ser humano y su desobediencia al plan originario de Dios y el Evangelio tomado de Marcos capítulo 3, contraponen a dos mujeres: la que desobedeció en el Paraíso y la que tuvo como lema y gloria el cumplir la voluntad de Dios. Ellas son: Eva y María. Cada una de ellas toma posición sincera y clara ante el proyecto de Dios, manifestado en su Palabra. Las lecturas de este Domingo del Señor, advierten que todo inició allá en el Paraíso. Engañado por el demonio, el ser humano quería y quiere ser como Dios en todo, con lo cual está olvidando su condición de creatura, su condición de finitud. Es esta la razón por la cual Dios , en el simbolismo de la caída, cuestiona: “¿Has comido acaso del árbol del que te prohibí comer?” (Gn 3,11b) y con lo cual queda claro que, el ser humano no puede sobrepasar los límites propios de su condición natural. De este libro del Génesis advertimos su cometido teológico clave para entender el Evangelio de hoy, ya que presenta la antítesis mujer-serpiente. La descendencia de la mujer para la tradición cristiana y judía, representa la lista de los justos que regresan al proyecto originario de Dios, mientras que la descendencia de la serpiente simboliza por el contrario, la oposición radical al proyecto originario de Dios.  Es por eso que las partes que podemos encontrar en el Evangelio de hoy, se ubican en esta línea de rechazo o aceptación, en este caso, al proyecto de Dios en la persona de su Mesías: Jesús de Nazaret. La primera escena presenta la reacción de ceguera y cautela por parte de los parientes carnales de Jesús que hasta dicen: “Está fuera de sí” (Mc 3,21b). En la segunda, son los escribas venidos de Jerusalén quienes encarnan la oposición radical y hasta satánica contra el proyecto de Dios en su Mesías, que incluso hasta dicen: “Está poseído por Belcebú” (Mc 3,22). La tercera escena muestra quienes son los verdaderos amigos del proyecto originario de Dios y hasta viene definido con las más maravillosas expresiones que haya pronunciado Jesús: “Quien cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”.

“Sin que él sepa como…” (Mc 4,26-34 – XI Domingo del Tiempo Ordinario)

“Vayan y hagan discípulos… bautizándolos…” (Mt 28,16-20 – Fiesta de la Santísima Trinidad)



La Palabra de Dios de este domingo, desea que en todos nosotros resuene el eco de la voz divina para contemplar a Dios, que se nos ha revelado como Padre, Hijo y Espíritu Santo, que siendo Tres es Uno sólo y lo mejor, que al revelarse se ha hecho cercano a todos. Dios es “misterio de amor”, de un amor cercano al hombre. La palabra “misterio” se basa en el verbo griego múein, “cerrar los labios”, “callar”. Para la Biblia aunque Dios es trascendente manifiesta que ha sido Él, el que ha querido “revelarse”, dejar que el hombre pueda irrumpir en el silencio de su realidad que oculta su misterio. Entonces todos podemos llegar a conocer a Dios, porque ha sido este mismo Dios, que ha querido venir a nuestro encuentro, a través de “pruebas, signos, prodigios, batallas, con mano poderosa y brazo extendido”, como afirma la primera lectura de esta Solemnidad de la Santísima Trinidad (cf. Dt 4,32-39.40). Asegurando además que Él es “el Señor es Dios allá arriba en los cielos y aquí abajo en la tierra” (v.39). Con la liturgia de la Palabra de este domingo, entramos a exaltar esta revelación nueva del misterio divino, que afirma que Dios es familia divina: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Verdad categórica con que termina el evangelista Mateo su obra al decir, que hay que bautizar en el nombre de Dios que es Trino.
Con los textos sagrados que se escuchan en la liturgia eucarística de este día, la Biblia nos enseña que Dios no nos rechaza cuando queremos entrar con nuestros pequeños intentos en su misterio divino. Por lo tanto, no debemos considerar a Dios, sólo como objeto de discusión filosófica y teológica, no debemos sólo hablar de manera desapegada y fría de Dios o de la Trinidad. Debemos también hablar con Dios en un diálogo de confianza y de familiaridad que Él mismo ha inaugurado en su Hijo Jesucristo. Con esta maravillosa fiesta, que debemos de vivir cada día, se nos invita a ir por el mundo a anunciar esta maravillosa verdad que nos salva, es un “amaestrar” en la versión de Mateo, que en su original griego se traduce como hacer “discípulos”.  Y en el lenguaje de Mateo el “discípulo” es por excelencia el cristiano que por el bautismo entra en el propio misterio de Dios.

“Sin que él sepa como…” (Mc 4,26-34 – XI Domingo del Tiempo Ordinario)

“Reciban el Espíritu Santo…” (Jn 15,26-27 – Domingo de Pentecostés)



Para comprender bien nuestras solemnidades, debemos comprender el mundo judío y sus fiestas. Para Israel las tres grande fiestas anuales de la primavera, del verano y del otoño reflejan en cada una de ellas el paso del Dios salvador. De esta manera, la Pascua (que cae en primavera) es la fiesta de la liberación del éxodo; la celebración de las Tiendas  (vendimia) es la fiesta que conmemora el paso de Israel por el desierto y Pentecostés es la celebración agraria de las primicias y la cosecha, situada siete semanas después de la Pascua. Pues en esta última como nos narra los Hechos de los Apóstoles “Todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés…” (2,1). Allí se llenaron todos del Espíritu Santo. Los términos espíritu y viento se expresan con la misma palabra: rúah, que se puede traducir por “aliento” o “principio de vida”, “viento”, “espíritu”, “soplo”. Por tal razón, hoy en el evangelio vemos a Jesús con ese gesto de soplar sobre ellos y decirles: “Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20,22b). En el día que viene el Espíritu Santo, sucede un nuevo nacimiento, ante un verdadero aliento de vida. El gesto de soplar simboliza la aparición de una nueva humanidad. Los apóstoles a quienes les estaba dirigido este gesto, no son considerados por Jesús como el punto de partida de una nueva creación, sino más bien como los cooperadores de Cristo y del Espíritu Santo en la realización de este grande designio del Padre de hacer nuevas todas las cosas. Con el Espíritu entre nosotros, la Iglesia está llamada a irradiar el perdón en primer lugar a quienes se sientan tocados por este divino Espíritu. En segundo lugar suscitar y ser fuente de diversos carismas y ministerios y por último llamar en la diversidad a la comunión y la unidad de todos. El camino sinodal que estamos llevando es, sin duda, en la iniciativa del Papa Francisco un buscar que el Espíritu Santo, que es Espíritu de Santidad, renueve al santo Pueblo fiel de Dios. Así lo pedimos juntos, ya que sólo Él es esa realidad sobrenatural que hace vida y dinamiza en nosotros toda la enseñanza de Jesús, contenida en el Evangelio. Invocarlo siempre, debe ser en nosotros una realidad perpetua, conocerlo un ideal de cada historia y un anhelo de dejarnos guiar por Él nuestro destino.

“Sin que él sepa como…” (Mc 4,26-34 – XI Domingo del Tiempo Ordinario)

“El Señor Jesús… fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios” (Mc 16,15-20 – Domingo de Ascensión)



En la extraordinaria escena narrada hoy por el evangelista Marcos, enmarcada simbólicamente con el sentido último de la Pascua, es decir: que Jesús de Nazaret, conocedor de la muerte al haber sido crucificado y sepultado, aparece hoy resucitado victoriosamente y entronizado en la eternidad, al subir al cielo y sentarse a la derecha del Padre. Solemnidad que hoy estamos celebrando al cumplirse los cuarenta días después de la Pascua. Él les había ordenado: “No se vayan de Jerusalén” (cf. Hch 1,4) y es que para Lucas, Jerusalén es el centro predestinado de la obra de la salvación, el punto terminal de la misión terrena de Jesús y el punto inicial de la misión universal de los apóstoles. Se cierra, pues, el tiempo de la presencia visible de Cristo en medio de nosotros, pero comienza la nueva presencia a través de su acción salvadora en la Iglesia y en la vida de todo creyente. La muerte ya ha sido borrada por la vida, la cruz es sustituida por la gloria y el mal ha sido vencido por la esperanza que no defrauda. De esta certeza Marcos al finalizar su evangelio, abre la puerta a una misión que será universal (“a todo el mundo”, “a toda criatura”), de anunciar esta Buena Nueva, es decir, el anuncio de la persona y la palabra de Cristo. En 2Re 2,11 se ha narrado como Elías ha sido llevado al cielo, pero este texto no refiere en nada a esta ascensión del Señor, no se trata solamente de un justo que entra al cielo, aquí en cambio algo de grandioso y jamás contemplado ha acontecido: el Hijo de Dios, por su kénosis había entrado al mundo para cumplir un designio salvador con su muerte y resurrección y, ahora asciende entre el asombro de los coros celestes para tomar su puesto a la derecha del trono del Padre, compartiendo así su poder. De aquí que los textos de la Palabra de Dios de esta solemnidad, están invitando a la Iglesia toda a entrar en la alabanza y adoración hacia aquél que ha dignificado de manera única nuestra dignidad humana, al poseer este cuerpo glorificado y delante de la presencia del Padre de todos. Pero, a la vez alabanza y adoración porque aunque se ha ido, permanece junto a todos por la acción de su Espíritu que infunde su vida y su palabra en todos.

“Sin que él sepa como…” (Mc 4,26-34 – XI Domingo del Tiempo Ordinario)

“Como el sarmiento…” (Jn 15,1-8 – V Domingo de Pascua)



Igual que el domingo anterior, en el Evangelio de este día vemos a Jesús autorrevelarse: “Yo soy la vid verdadera; ustedes los sarmientos”. La imagen conocida en la literatura bíblica como alegoría (del griego allegoreín “hablar en sentido figurado” utilizando formas humanas, de animales o de objetos cotidianos para presentar su mensaje). En este caso Jesús quiere enseñar a sus discípulos que la unidad de Él con el Padre es esencial para el Reino de Dios. Así el verbo fundamental es “habitar-permanecer”, que se orienta hacia la relación del discípulo con Cristo, en sentido de vivir con Él en intimidad, fidelidad y comunión, como Él lo está con el Padre. Para ello Jesús utiliza la célebre imagen bíblica de la vid, árbol símbolo de la prosperidad y de la alegría mesiánica, signo además de un Israel fiel e infiel (puede leerse Is 15,1-7 o el Salmo 80 y Mc 12,1-11). Por igual refiere al cuidado que debe darle el agricultor, hecho de cariño y detalles que serán los factores determinantes para que viña dé frutos maduros. Jesús adapta de manera original el significado. Él se identifica con la vid, pero los sarmientos de esta planta espiritual son los discípulos, es decir, la Iglesia. Si éste es el fundamental significado, vendrá luego el agricultor que  poda el sarmiento de la vid. Operación dolorosa pero necesaria. A través de las lágrimas de las persecuciones  y de las pruebas nacen los brotes de la primavera espiritual. Todo esto nos lleva a comprender consecutivamente, que en este tiempo de pascua, estamos llenos de la vitalidad del “vivir-permanecer” injertados en esta vida espiritual a Cristo Resucitado, ¡vida nuestra! Si el discípulo permanece en Jesús a través de la fe y el amor, Jesús permanece en él con su amor y su fecundidad. Si falta esta continua ósmosis de vida con Cristo, nuestra vida se seca, las acciones se vuelven mecánicas, las palabras religiosas son sólo vanos sonidos, la frialdad del corazón y la sequedad de la conciencia nos atomiza y no crecemos ni damos fruto. Oremos con el Salmo 80: “¡Dios de los Ejércitos, vuélvete, mira desde el cielo y visita esta viña, protege el tronco que tu diestra plantó y que tú hiciste vigorosa!”. Amén.