El tercer domingo pascual pone en escena en toda la liturgia de la Palabra, junto a la hermosa presencia del Resucitado, a un actor particular y principal, el apóstol Pedro. La figura de Pedro, que en Jn 20,3-10 desempeña un papel nada insignificante, pero sin alcanzar un perfil personal destacado, aparece aquí en el capítulo 21, con un fuerte relieve. Se ilumina su carácter (v.7b), se le confía un encargo (vv.15-17) y finalmente se descubre y explica su destino de muerte en el seguimiento de Jesús (vv.18-19). Se recoge, pues, y se amplía el interés por él, y desde luego más allá de la situación pascual, su situación ante la comunidad. Entremos en materia. Aquí en este domingo, lo vemos en acción en el libro de los Hechos de los Apóstoles: en el aula procesal del Sanedrín de Jerusalén él testimonia sin vacilación su amor y su fe en Cristo Resucitado. Idealmente podemos imaginar que, mientras él profesa su fe delante del tribunal o mientras sufre la pena oficial de la flagelación con los cuarenta azotes menos uno según la ley, en su mente tenga el recuerdo del acontecimiento vivido tiempo atrás en el lago de Galilea, ese espejo de agua que había servido de marco de su historia primero como pescador y después como pastor en sentido muy particular. Veamos algunas particulares del texto evangélico. En dos escenas aparece reconociendo Pedro al Resucitado y este le hace la triple pregunta si lo ama. La primera respuesta se extiende casi sobre dos momentos distintos, el de la pesca milagrosa y el del banquete que el Señor come con sus discípulos a la orilla del lago. Por otro lado, la frase “echar la red a la derecha”, probablemente solo quiere ser un augurio y un auspicio de buena fortuna, pues, en el lenguaje semítico “la derecha” es el símbolo de la buena suerte y del bienestar. El no reconocer a Cristo resucitado, es una constante en estos episodios, la Magdalena lo confundió con el guardián del jardín sepulcral. Esto nos indica que no se reconoce al Resucitado, por el simple trato familiar, de los ojos y de los sentimientos; es, más bien, el camino de la fe. Pedro, advertido por el innominado “discípulo amado”, reconoce a su Señor y se lanza hacia Él con todo el impulso de su amor. Así se convierte en el modelo del discípulo que sigue a Cristo. En conclusión, podemos decir que existe el texto la intención de rehabilitar a Pedro con una triple confesión de su amor por Jesús, borrando así el pasado de su triple negación. El perdón dado por Jesús lo invita al amor para que sea fundamento de esa específica misión que Cristo le confía de ser pastor supremo de su rebaño.
En esta esplendida mañana del Domingo de Resurrección proclamamos desde la profesión testimonial del Evangelio de Lucas que se nos proclama este día, que las mujeres que llegaron ante esa tumba en la que vieron depositar el cuerpo del crucificado, sólo iluminadas por la luz del alba, descubren como dice el evangelista, a través el primer verbo citado y repetido dos veces: “Encontraron la piedra retirada…, pero no encontraron el cuerpo del Señor Jesús”. Esta afirmación nos garantiza desde ya que el Cristo pascual no puede ser “encontrado” como un objeto, sino que debe ser creído a través de una búsqueda y un descubrimiento llevado sobre otro plano espiritual, en el plano de la fe. La piedra removida es ya el signo de una nueva realidad ya acontecida. Lucas presentando lo que nos puede pasar a todos, ante el callejón sin salida para la razón, sobre el hecho de la resurrección, usa uno de los cuatro verbos con que el Nuevo Testamento, señala la perplejidad ante algo que parece imposible de aceptar, el verbo “aporein”. Las mujeres no tienen a nadie que les pueda explicar lo que les ha acontecido y el mensaje que han recibido. Incluso para los apóstoles su testimonio aparece como un “delirio” de su fanatismo por la persona de Jesús. De pronto viene el gran signo del propio Dios que queda siempre en el misterio, al enviar a “dos hombres con vestidos deslumbrantes” símbolo de esa procedencia celestial desde donde vienen. Pero ya el terror por lo que ven, termina cuando escuchan la voz de los enviados que les disipan la duda, atendiendo al gran anuncio pascual: “Cristo no está aquí. ¡Ha resucitado!”. El ángel introduce un nuevo verbo que las mujeres acogerán y pondrán en práctica: “Recuerden lo que les dijo… y ellas recordaron sus palabras”. El “recuerdo bíblico” es un escudriñar la Escritura hecha conversación con aquél que es el Verbo Encarnado, y que luego será la predicación primitiva de la Iglesia. Por lo tanto ese “recordar” es ver como el pasado de una promesa se hace ahora realidad, es descubrir que una palara dicha por Jesús no ha muerto en el momento en que la pronunció , sino que entonces comenzó a vivir para llegar a nosotros convertida en realidad. “¡Cristo verdaderamente ha resucitado!” ¡Felices Pascuas de Resurrección!
Entramos en la Semana Santa de año Jubilar y este gran domingo está guiado con un rico aroma de fe que la inaugura. Espiritualmente entramos a Jerusalén la ciudad que grita: “Que grande es en medio de ti el Santo de Israel” o como hemos leído: “Bendito el que vienen en el nombre del Señor”. Y, entrando con estos sentimientos escucharemos la solemne narración de la Pasión del Evangelio de Lucas, que nos acompaña en este año litúrgico. Para Lucas contar los relatos de la Pasión “cuando conducían a Jesús hacia El Calvario…” es como una “huella existencial” a quienes los primeros cristianos acudían y que para el evangelista es una invitación para que los discípulos puedan seguir a Jesús detrás de sus propios pasos. Así Simón de Cirene y las piadosas mujeres no están allí de simples espectadores o testigos neutros, sino que aparecen como casi modelos del seguimiento de Jesús. El propio crucificado antes de morir deja a todos sus discípulos el testamento del perdón a los pecadores por las ofensas recibidas: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Lección que el Maestro repitió a lo largo de toda su vida y ministerio terreno. Y, en esta línea del amor y el perdón, sólo Lucas narra el arrepentimiento del buen ladrón, a quien Jesús le ofrecerá el don del Reino prometido. También se asocia a esta enseñanza para la vida de los discípulos la actitud orante de Jesús, que incluso en la hora de la muerte, también se presenta como una síntesis de toda su vivir: “Padre, en tus manos entrego mi espíritu”. La última palabra que aflora en los labios de Jesús es, según Lucas, aquel “Padre” final, pronunciado con la serenidad y la confianza de un Hijo. El discípulo debe seguir a Jesús, profeta mártir, Hijo de Dios y perfecto orante. Hay que recalcar querido lector, que este evangelio de Lucas, más que los otros evangelios traza de manera importante el camino que el discípulo deber recorrer en el seguimiento de Cristo. Y, que hoy al iniciar la Semana Santa estamos llamados de nuevo a reprender para ser en verdad: Discípulos del Nazareno. ¡Santa y feliz semana para todos! No abandonemos Jerusalén en este tiempo de gracia, en ella veremos el amor y gloria de quien murió y resucitó para salvarnos.
Que gran sentido tiene “Celebremos una fiesta” en Domingo cuaresmal, porque al ser nuestra pascua semanal, celebramos la fiesta de la reconciliación, la vuelta a casa. Y, lo celebramos con un clásico de la literatura evangélica el relato en parábola del así conocido “Hijo pródigo”. Pieza maestra de la enseñanza de Jesús sobre la realidad del amor del Padre Dios y de todos sus hijos en este mundo. En su centro temático la parábola muestra la historia de un “retorno” y no la historia de una crisis sin remedio de un drama interior. El conocido verbo bíblico de la conversión –el hebreo shûb, “retornar”, que en los evangelios se vuelve el griego metanoein, “cambiar de mentalidad” – indica precisamente un cambio de ruta, como hace el pastor beduino que en el desierto se da cuenta de seguir una ruta que lo aleja del agua, del oasis. O como el barco que está perdido por no seguir las indicaciones de su mapa. Lo maravilloso del relato radica en la “decisión” del joven hijo que se había extraviado por caminos disolutos y malsanos lejos de la casa paterna: “Me levantaré y volveré a mi padre”. Y, junto a esta actitud de conversión del hijo menor, la extraordinaria actitud del padre: “cuando todavía estaba lejos el padre lo vio y conmovido corrió a su encuentro, se le echó al cuello y lo besó”. Como dicen sus primeras palabras de saludo al hijo, se trata de una muerte que se transforma en vida, en un descarrío que se vuelve en un hallazgo alegre. Aunque el volver nunca es fácil, no hay que olvidar que toda conversión conlleva la certeza de nunca estar abandonados, solos, de no correr el riesgo de encontrar al final una puerta cerrada o un padre que es sólo juez implacable y sin misericordia. Tal mensaje para este domingo, inicio de la cuarta semana de cuaresma, nos invita a ver a Dios que a nosotros nos espera tras haber vagado como ovejas descarriadas y Él que es el personaje principal de la parábola, se revela como el padre que Protagoniza la historia de un amor jamás roto o apagado. El padre que esperó al hijo contra toda esperanza al final lo vio venir. Al igual, el hijo en medio de su pecado tuvo la llama de la esperanza encendida, al haber comprendido que el amor de su padre, era más grande que su más negra y triste realidad de hijo malagradecido y perdido.
La comunidad de biblistas católicos de Honduras se une en oración por el eterno descanso del jesuita José Ignacio González Faus, cuyo fallecimiento ha sido informado recientemente desde Barcelona. Su vida y obra han sido un faro de inspiración para quienes buscan profundizar en la fe y en el compromiso con el Reino de Dios.
González Faus no solo destacó por su vasto conocimiento teológico, sino también por su capacidad de conectar la reflexión académica con la realidad social. Sus libros, artículos, iniciativas y conferencias han dejado una huella imborrable en generaciones de cristianos que han encontrado en su pensamiento un llamado a la justicia, la solidaridad y la opción preferencial por los pobres.
Su legado nos recuerda que el Evangelio no es solo una enseñanza espiritual, sino una invitación a transformar el mundo desde la mirada de Dios. En un tiempo donde los desafíos sociales y eclesiales nos interpelan constantemente, sus aportes siguen iluminando el camino de quienes buscan vivir con autenticidad su fe.
Que su vida y su testimonio sigan inspirándonos a trabajar por un mundo más justo y fraterno, fieles al mensaje del Evangelio y al compromiso con el Reino de Dios.
Caminando juntos durante este año Jubilar, atendemos este domingo al igual que el pasado la Palabra de Dios que sigue presentando el “Discurso de la llanura” en el capítulo 6 de Lucas. Todo el discurso está impregnado por el tema del amor y de la misericordia. Desde este punto central el autor quiere combatir la hipocresía en la vida cristiana. La estupenda imagen del árbol, representa las opciones de la vida ante el don de la fe: puede ser un corazón corrompido y perverso del que salen las maldades y las injusticias o por otro lado, un corazón bueno que es capaz siempre de producir obras de amor. El teólogo Dietrich Bonhoeffer, mártir en los campos de concentración nazis, en su obra Ética recordaba que “la bondad no es una cualidad de la vida sino la vida misma; ser buenos significa vivir”. Por eso Jesús hoy afirma que a los falsos como verdaderos maestros y hermanos se les reconocen no por su follaje, o sea por sus apariencias, sino por sus frutos, es decir, por su maldad o por su generosidad y amor. A la larga, para haber llegado ha ser un árbol y dar frutos, se tuvo que vivir alimentándose de los nutrientes de la tierra, del agua y de la luz del sol. Estos elementos el cristiano los recibe desde muchos lugares y experiencias de fe: la meditación de la Palabra, el Cuerpo de Cristo, la oración, el ayuno, la práctica de las obras de misericordia, la vida de comunidad, etc. ¿por qué no se producen entonces los buenos frutos? El evangelista Lucas advierte esa sutil pero dañina manera de estar en la comunidad cristiana, en la que se puede estar perseverando de cualquier manera, pero sin una entrega sincera, sin haber abrazado de manera radical la causa de Cristo y su Evangelio. Nos llenamos entonces de follaje, de pura apariencia, sin producir los frutos que en determinado momento de largo camino cristiano deberíamos estar comenzando a dar. Jesús es la fuente maravillosa que deberá nutrir hasta lo más íntimo de nuestro ser, sólo con Él y desde Él, el árbol que somos cada uno de nosotros dará frutos en abundancia.