“Y, nadie se la quitará…”(Lc 10,38-42 – XVI Ordinario)

“Y, nadie se la quitará…”(Lc 10,38-42 – XVI Ordinario)



Nos encontramos hoy en el núcleo del pensamiento del Evangelista Lucas, sobre el tema del lugar de la Palabra de Dios en la vida de la comunidad de discípulos. María según esta breve narración representaba casi plásticamente en la actitud simbólica del discípulo: el que se sienta “a los pies de Jesús”. Actitud que vemos también en el endemoniado curado de Gerasa, una vez que ha sido curado permanece “sentado a los pies de Jesús (8,35). El estar sentado deberá ser la actitud del discípulo que se pone cómodo para escuchar la Palabra de Dios. En el fondo Jesús alaba la actitud de quien está disponible para abrir los oídos del corazón a su mensaje, capacidad hoy en día necesaria ante el incremento del ruido exterior e interior. “Ésta es la única cosa necesaria”, es decir, el discípulo no puede renunciar a estar a los pies de Jesús para escucharle, desde su silencio interior, privilegiando toda palabra que salga de su boca. De tan elocuente enseñanza, brota hoy para cada uno de nosotros, la apremiante urgencia por reflexionar sobre nuestra capacidad de escucha ante la Palabra de Dios, proclamada desde el púlpito de cada templo en la Eucaristía, hecho eco en los grupos de estudio y oración, a través de las redes sociales, en las ediciones impresas, etc. Hoy se vive de una abundancia de Palabra de Dios en muchísimas áreas de nuestra convivencia familiar y social, pero no podemos decir que haya abundancia de vida coherente y ejemplar, de quienes dejándose empapar por ella producen los frutos de una vida santa y alejada del mal. El Evangelio de hoy, es llamada apremiante que busca desestabilizarnos ante la cómoda y frívola actitud que hemos optado ante la Palabra divina, como la misma Biblia lo dice lo dice de sí misma: “Es como el fuego, como el martillo que golpea la peña” (Jer 23,39); “Es como la lluvia que empapa la tierra, la fecunda y la hace germinar” (Is 55,10-11). Y, por su acción “viva y eficaz, más cortante que una espada de dos filos” (Hb 4,14), estamos seguros que seguirá ella abriendo los surcos y haciendo florecer de este modo también la aridez de nuestros desiertos espirituales, en donde Marta es la figura que está dominada por el deseo de estar siempre ocupada por muchas cosas olvidando la que es primordial.  Dejemos que hoy la Palabra de Dios se entronice y nos silencie en el corazón.   


“Y, nadie se la quitará…”(Lc 10,38-42 – XVI Ordinario)

“¿Quién fue prójimo…? (Lc 10,25-37 – XV ordinario)



En este domingo Lucas entrecruza la parábola dentro de un debate entre el maestro de la Ley y Jesús. Ante la pregunta del escriba – “¿quién es mi prójimo?” Jesús responde “¿quién fue prójimo del que cayó en manos de los ladrones?”. El prójimo para Jesús, según su parábola es el que se pone de parte de quien tiene necesidad. Así se define categóricamente la palabra “prójimo”. En la parábola, no más de cien palabras griegas, se crea unas escena para no olvidar. Sin mencionar nombre alguno, Jesús cuenta, que ese anónimo baja de Jerusalén por el camino romano de 27Km que de la ciudad santa de Jerusalén conduce al oasis de Jericó superando un desnivel de 1,100 metros. Parece que ese camino ha sido famoso por los innumerables asaltos que continuamente se hacen a través de los siglos, por lo que Jesús sabiendo la fama de ese camino, se refirió a él para su narración. Ante el asaltado que ha quedado medio muerto, aparece la escena de un sacerdote, que seguramente venia de su servicio en el Templo: “Pasó más allá de la otra parte”, igual hizo el levita… el verbo usado antiparelthen, hace alusión a la manera cruel de dar un giro alrededor del herido y seguir su paso, sin la menor compasión y es más con algo de repulsión por arriesgar su pureza legal personal ante la sangre del herido que podría contaminarlos. Pero el relato no se detiene allí, su cumbre es la aparición en el camino de un samaritano considerado étnicamente y religiosamente despreciable, pero que mostro compasión: venda las heridas, les hecha vino y aceite, lo sube sobre su cabalgadura, lo recomienda al dueño de la pensión, usando Lucas dos veces el verbo “cuidar”, prometiendo pagar a su vuelta dos denarios, el sueldo de unos dos días para un jornalero. Este sí que se ha hecho prójimo de quien le necesitaba, asumió personalmente su mal, se puso en el lugar suyo y actuó, con un amor de compasión y solidaridad. Con la enseñanza de Jesús de este domingo, comprendemos que movidos por el amor de Dios, podemos hacer del amor algo posible, de la generosidad una actitud continua en relación a los que nos puedan necesitar y de la vida cristiana una perenne manera de ser como Dios llenos de amor y ternura por todos sus fieles en un mundo de desigualdades sociales y dolor por la pobreza y el abandono de muchos.

“Y, nadie se la quitará…”(Lc 10,38-42 – XVI Ordinario)

¡Vayan!” (Lc 10, 1-12.17-20 – XIV Ordinario)



El relato de este domingo sigue en continuación con el del domingo pasado. Se trata de los “llamados” que entienden que lo son para ser “enviados”. Toda vocación (llamada de Jesús) tiene una misión específica. Ésta tiene su fuente en el “Señor de la mies”, como a la vez, su fecundidad se alimenta sólo con el contacto vivo y genuino con Él a través de la oración. Los que desean seguirlo habiendo escuchado su vos, deben estar dispuestos a vivir esa comunión íntima, pero además existen dos compromisos más que se ven señalados en este discurso de Jesús. Se trata de vivir siempre en la mansedumbre, de ser como “corderos”, es decir, anunciadores de paz que proponen y no se imponen con la fuerza o la violencia. Y, finalmente al ejemplo del “Maestro” optan por la pobreza. El que opta por ser mensajero del Evangelio, no hace de éste su mina de explotación para el propio enriquecimiento, al contrario siente que el don recibido, es su riqueza que la ofrece gratuitamente, consciente que su tesoro está en los cielos. Su ir al encuentro de los pobres y necesitados le hace dejar o perder “bolsas y alforjas” símbolo de un mínimo acaparamiento que no le está permitido a los que han puesto toda su confianza en el Señor; su estilo no es el del lobo rapaz, sino el del cordero que se dona hasta su última gota de sangre y sudor. Tan profunda radicalidad para la vida de los discípulos de Jesús, la entendió san Francisco en cuya primera regla de vida de los frailes menores, reproducía literalmente esta precisas palabras de Jesús. Finalmente, todo discípulo basa su entrega no en una relación intimista y estrictamente personal, sabe que hay garantías para su entrega, en el testimonio de aquellos que le han precedido y en el envío que el propio Jesús le hace: “Vayan, he aquí que los envío…”. Tan rico evangelio que hoy vuelve animar la experiencia misionera de todos. Hay que llenar la propia alforja de generosidad, pobreza, desapego, alegría y caridad, temas que afloran de este evangelio y que nos permiten redescubrir el sentido último y preciso de toda vocación al estilo de Jesús. Bien lo ha dicho el Papa Francisco, que somos una “Iglesia en salida”, el Evangelio de hoy es un retrato de la Iglesia que Jesús quiso y a la cual invita el Papa a redescubrir.

“Y, nadie se la quitará…”(Lc 10,38-42 – XVI Ordinario)

“Se dirigió decididamente hacia Jerusalén” (Lc 9,51-62 – XIII Ordinario)



En este domingo el Evangelio y las lecturas de hoy refieren al vocablo “vocación”, que traducimos normalmente como “llamada”, la llamada que Dios hace a todo hombre y mujer que viene a este mundo. Esta llamada viene “escenografiada” en cuatro mini-narraciones bíblicas que tienen su origen en la acción del propio Dios.
La primera escena es la de la vocación de Eliseo, discípulo y heredero del gran profeta Elías. El manto es el símbolo del don profético: se lo echa sobre las espaldas en una especie de investidura. Y desde ese momento la vida de Eliseo, campesino de Abel-Mecolá, pueblo de Transjordania, queda trastornada. Deberá dejar su clan, su arado símbolo de su antigua profesión y deberá marchar al horizonte nuevo y luminoso de la vocación profética.
En contrapunto con esta narración Lucas nos presenta una segunda escena. Un aspirante discípulo anónimo escucha la sentencia de Jesús: “Ninguno que haya puesto mano al arado y luego se vuelve atrás, es apto para el Reino de Dios”. El arado, es símbolo del trabajo abandonado por Eliseo, se vuelve signo del nuevo trabajo del apóstol, cultivador (al llamar a los primeros discípulos, Jesús había hablado de “pescadores”) de hombres. Pero en esta propuesta para ser apóstoles del Reino, Jesús señala con diferencia del llamado de Eliseo, que no hay espacio para la “despedida de los de casa”. Se corta el pasado netamente, sin dilatación, compromiso, prueba, espera. El que entra en el Reino de Dios hace una elección radical y total.
En esta atmósfera de “fuego” están incluidas también las otras tres escena de vocación que traza el Evangelio de hoy. La tercera es la que se describe alrededor del desapego de las cosas y de los apoyos materiales. Y, la cuarta escena de vocación exalta, en cambio, el desapego de los afectos. Aunque legítimos y preciosos, éstos no pueden ser obstáculos. De allí que Jesús use esa perfecta formulación al estilo semítico de su tierra: “Deja que los muertos entierren a sus muertos”.
En este viaje Cristo tiene una vocación precisa, la de la cruz en Jerusalén. A ella Él se dirige “decididamente”, con esta totalidad del ser que exigen también a su discípulo. Pero su peregrinación no tiene como arribo definitivo la colina del Calvario. Lucas nos recuera que la última meta de ese itinerario en el monte de Los Olivos, el lugar de la Ascensión, es decir, de la gloria.

“Y, nadie se la quitará…”(Lc 10,38-42 – XVI Ordinario)

“Entonces tomó los cinco panes…” (Lc 9,11-17 – Corpus Christi)



Con el Evangelio de hoy, estamos ante la escena que narrada por Lucas parece transfigurarse, allí está Jesús delante de los cinco panes y dos pecados y, de repente la escena cambia de giro, no se trata sólo de una acto de compasión de Jesús por la muchedumbre hambrienta, y digo que cambio de giro porque Lucas usando los verbos de la Última Cena, pone a Jesús ante la multitud, pero transfigurado en el Jesús del Jueves Santo. En efecto, leemos en el texto así: “Elevando los ojos al cielo, bendijo los panes, los partió y los dio….”. Tan relato tal y como lo recibimos hace de cumplimiento de un pan que bajando del cielo calmara toda hambre de la humanidad y nos diera las delicias misma del cielo. Así este texto tiene el marco de un pueblo que como el Israel del desierto está allí sobre la llanura sentados compartiendo el maná, mientras llegan a la tierra definitiva. Jesús aparece como el nuevo Moisés que guía, que se sitúa al frente del grupo para conducirlos a través de Él mismo a Reino de los cielos. Siguiendo pues el itinerario narrado por la primera lectura de hoy, que refiere al gesto de Melquisedec y de los panes del desierto, celebramos con esta santa Palabra de Dios, la solemnidad del Corpus Christi, la celebración litúrgica del Cuerpo y Sangre de Cristo. Es el memorial de aquella maravillosa Última Cena en la que el propio Jesús antes de padecer, nos dejó su Cuerpo y Sangre como comida y bebida verdadera, viático para la eternidad. Será en el marco de la cena pascual judía que este evento tuvo su realización a través de la palabras del Señor obre el pan ázimo y la copa de vino: “Esto es mi cuerpo… Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre”. Así pues, la Eucaristía es por excelencia el sacrificio redentor supremo, es el acto perfecto de amor y de donación por lo que Él mismo ha asegurado “Esto es mi cuerpo, que es para ustedes”, aquel “para ustedes” es sugestivo, evoca el cuerpo de Cristo donado totalmente en la muerte por nuestra liberación. Celebrar esta especial solemnidad nos invita a todos desde su fundamento bíblico y desde la Tradición a renovar nuestra devoción y amor por el Santísimo Sacramento del Altar.

Necesitamos volver al espíritu de la Iglesia primitiva

Necesitamos volver al espíritu de la Iglesia primitiva

VOLVER A LA IGLESIA PRIMITIVA
Cuando surgen las dificultades, las dudas y las incertidumbres en la fe, debemos volver al origen. Esto es lo que tenemos que hacer cuando nos planteamos los objetivos (misión) de nuestra comunidad cristiana: echar la mirada atrás a las primeras comunidades de la Iglesia primitiva (visión).


El Nuevo Testamento, en el libro de los Hechos de los apóstoles, nos da una idea de cómo los primeros cristianos comenzaron a proclamar el Evangelio, lo que hacían y nos muestra numerosos rasgos esenciales de la Iglesia de Cristo que debemos imitar:

Llenarse de Espíritu Santo
“Se les aparecieron como lenguas de fuego, que se repartían y se posaban sobre cada uno de ellos.
Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según el Espíritu Santo les movía a expresarse.” (Hechos 2, 3-4 ).


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Los cristianos no sólo hablamos de Dios; le experimentamos. Esto es lo que hace que la iglesia sea diferente de cualquier otra organización en el planeta: que tenemos el Espíritu Santo.


Nuestro gobierno no tiene el Espíritu Santo. Las ONGs no tienen al Espíritu Santo. Ninguna otra organización tiene el poder de Dios en ella. Dios prometió su Espíritu para ayudar a su Iglesia. La Iglesia tiene y se llena del poder de Dios.

Cuando se refiere a “hablar en lenguas extrañas” quiere decir hablar en el idioma de quienes nos escuchan. La gente realmente escuchaba a los primeros cristianos hablar en sus propios idiomas, ya fuese en farsi, en swahili, en griego o lo que fuera.

El Plan de Dios es para todos. No es sólo para los judíos. Pero no sólo se refiere a idiomas de sus países de origen sino a hablar en el lenguaje que cada persona entiende. ¿Estamos usando otros “lenguajes” para llegar a la gente?

Utilizar los dones de todos
“Entonces Pedro, en pie con los once, les dirigió en voz alta estas palabras: “Judíos y habitantes todos de Jerusalén: percataos bien de esto y prestad atención a mis palabras. …Y haré aparecer señales en el cielo y en la tierra: sangre, fuego y columnas de humo. …Pero el que invoque el nombre del Señor se salvará” (Hechos 2, 14, 19, 21).

En la iglesia inicial no había espectadores; el 100% de las personas participaban en proclamar el Evangelio de Jesús. Y, aunque igual que entonces, no todos estamos llamados a ser sacerdotes, todos estamos llamados a servir a Dios. Por tanto, debemos esforzarnos para que todos participen. La pasividad no es una opción. Si alguien quiere sentarse y ser servidos por los demás, que busquen otro sitio.

Ofrecer una verdad que transforma
La iglesia primitiva no ofrecía una nueva psicología, ni un moralismo cómodo, ni una espiritualidad agradable. Ofrecía la verdad del Evangelio que tiene el poder de cambiar vidas. Ningún otro mensaje transforma vidas. Cuando la verdad de Dios entra en nosotros, es cuando nos transformamos.

En Hechos 2, Pedro dio el primer sermón cristiano, citando el libro de Joel del Antiguo Testamento y afirmando que la iglesia primitiva se dedicó a la “enseñanza de los apóstoles”.

Crear comunidad
“Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la unión fraterna, en partir el pan y en las oraciones.” (Hechos 2, 42).

En la iglesia del primer siglo, los cristianos se amaban y cuidaban unos a otros. La iglesia no es un negocio, ni una ONG ni un club social. La Iglesia es una familia. Para que nosotros experimentemos el poder del Espíritu Santo como en la Iglesia primitiva, tenemos que convertirnos en la familia que ellos eran.

Vivir la Eucaristía
“Todos los días acudían juntos al templo, partían el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón” (Hechos 2, 46).

Cuando la Iglesia primitiva se reunía celebraban la Eucaristía, conmemorando la última cena “con alegría y sencillez de corazón”. Debemos entender y enseñar que la Eucaristía es una celebración. Es un festival, no un funeral. Es el banquete de Dios. Cuando la Eucaristía es alegre (y litúrgicamente rigurosa), la gente quiere estar allí porque buscan alegría.
¿Crees que si nuestras iglesias estuvieran llenas de corazones alegres, de palabras alegres y de vidas llenas de esperanza, atraeríamos a los alejados?

Compartir según la necesidad
“Todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común; vendían las posesiones y haciendas, y las distribuían entre todos, según la necesidad de cada uno.”(Hechos 2, 44-45).


La Biblia nos enseña a hacer generosos sacrificios por el bien del Evangelio.

Los cristianos durante el Imperio Romano fueron la gente más generosa del imperio y eran famosos por su desprendimiento.

Literalmente lo compartían todo, “según la necesidad de cada uno”. Incluso la vida. Muchos murieron por la fe en el Coliseo romano.

Crecer exponencialmente
“Alabando a Dios y gozando del favor de todo el pueblo. El Señor añadía cada día al grupo a todos los que entraban por el camino de la salvación.” (Hechos 2,47).

Cuando nuestras iglesias demuestran las primeras seis características de la iglesia primitiva, el crecimiento es automático. La gente veía a los primeros cristianos como extraños, pero les gustaba lo que éstos hacían.
Veían el amor que se tenían los unos por los otros, los milagros que ocurrían delante de ellos y la alegría que irradiaban. Querían lo que los cristianos tenían. Y la Iglesia crecía exponencialmente.