En el libro del profeta Amós leemos: “Vendrán días en los que Dios enviará el hambre sobre el país, no hambre de pan, ni de sed de agua, sino de escuchar la palabra del Señor” (8,11). Cuando Israel instalado ya en la tierra prometida y experimentó el bienestar de vivir allí, olvidó vivir del Dios que les había sacado de Egipto y conducido 40 años por el desierto. “El Señor te ha alimentado con el maná que tú conocías para hacerte entender que el hombre vive no solo de pan sino que el hombre vive de lo que sale de la boca del Señor. Hizo luego brotar para ti el agua de la roca durísima” (Dt 8,2-3). En medio de la civilización del consumo y del bienestar que embota la conciencia, resuena el llamado del Deuteronomio y del profeta Amós a encontrar el hambre y la sed del desierto espiritual, es decir, el deseo de la palabra de Dios.
Celebrando este domingo 22 de enero el día de la Palabra de Dios, instituido por el Papa Francisco en el 2019, cómo no reconocer el camino que su santidad Benedicto XVI (QDDG), trazó en relación a la presencia de la palabra revelada en la vida y la misión de la iglesia. Ya con la institución del Sínodo de los Obispos institución permanente, creado por el papa Pablo VI el 15 de septiembre de 1965, había resonado dentro de la aula del Sínodo entre los padres sinodales, la necesidad de hacer después de la Constitución Dei Verbum (La Palabra de Dios), del Concilio Vaticano II, una reflexión sobre el camino que sigue la palabra de Dios en la todas las comunidades y ámbitos eclesiales y sociales. Es así que es el papa Benedicto XVI, papa venido de Alemania, donde la Biblia tiene a sus más y selectos especialistas de estudio sobre la misma, quien convocara un Sínodo de los Obispos sobre tan especial patrimonio espiritual como lo es la palabra de Dios contenida en la Biblia.
Así después de un mes de estudio y escucha, el domingo 26 de octubre de 2008 se concluyó este Sínodo, publicando sus conclusiones el 30 de septiembre memoria de san Jerónimo, del 2010. Se titula las conclusiones sinodales: “Verbum Domini” (La Palabra del Señor). Sus palabras en la homilía de la santa misa de clausura nos dejan su siempre legado y le hace ser el papa empeñado como el sembrador del Evangelio, a esparcir la sagrada de semilla en el corazón de la iglesia: “Todos los que hemos participado en los trabajos sinodales llevamos la renovada conciencia de que la tarea prioritaria de la iglesia, al inicio de este nuevo milenio, consiste ante todo en alimentarse de la palabra de Dios, para hacer eficaz el compromiso de la nueva evangelización, del anuncio en nuestro tiempo. Ahora es necesaria que esta experiencia eclesial sea llevada a todas las comunidades; es preciso que se comprenda la necesidad de traducir en gestos de amor la palabra escuchada, porque solo así se vuelve creíble el anuncio del Evangelio, a pesar de las fragilidades humanas que marcan a las personas. Esto exige, en primer lugar, un conocimiento más íntimo de Cristo y una escucha siempre dócil de su palabra”. Palabras del papa Benedicto XVI que son como un testamento espiritual ahora que él ha marchado para la casa del Padre. Su santidad Francisco, fiel heredero del mensaje que al respecto le ha dejado su predecesor, nos convoca para que todos en este domingo, podamos seguir cumpliendo el deseo del papa Benedicto y de toda la iglesia: “Junto a los padres sinodales, expreso el vivo deseo de que florezca “una nueva etapa de mayor amor a la Sagrada Escritura por parte de todos los miembros del pueblo de Dios, de manera que, mediante su lectura orante y fiel a lo largo del tiempo, se profundice la relación con la persona misma de Jesús» ( VD 248).
La Buena Nueva de nuestro Señor Jesucristo, este domingo está tomada siempre del Evangelista San Lucas, se puede llamar a este capítulo 15, un auténtico “mini-evangelio de la misericordia o de la alegría del perdón”. En efecto, es la parábola del hijo que regresa y de un padre que se ofrece toda compasión y oportunidad de volver a ese que se había él solo cerrado las puertas del hogar. No se trata de una narración de crisis, sino más bien de acontecimiento de encuentro y de la felicidad de esa oportunidad de encontrar al que se había perdido. Como toda parábola, los personajes y lo narrado invitan a la reflexión fruto del auto análisis, que llama siempre a una conversión, y ésta no es la excepción. Es más, el verbo bíblico de la conversión (en hebreo shûb), aquí usado, y que significa literalmente “retorno”, es el cambio de ruta que tiene que hacer el hijo de la parábola, porque recapacitando se ve que extravió el camino, con sus malas decisiones. Por lo tanto, la cumbre de la narración es esa nueva decisión que toma, que le presenta lo fundamental para el presente y sobre todo para el futuro de su vida: “Me levantaré e iré a mi padre”. Con la mejor escenografía de la parábolas narradas por Lucas, aparece el elemento espacial que nos lleva al espiritual. Ya que en el centro de toda la parábola, está en casa este personaje que domina la escena: un padre que espera sin perder la esperanza, sin tregua a la desesperación por el hijo que se fue. Este padre jamás lo desterró de su corazón y nunca le contó la cantidad de sus delitos, sino que los borró de su memoria y le esperaba siempre. Todo contrasta incluso con el hermano mayor del que se fue, que no puede alegrarse como el padre, por su vida hecha toda de egoísmo y egocentrismo. La parábola evidencia como el amor puede producir vida y esperanza, porque brota de un corazón siempre abierto al perdón y generoso hasta más no poder. La victoria del amor, para nuestro tiempo es la invitación de esta parábola que busca animar hoy a todo cristiano para que luche por hacer prevalezca en este mundo hecho de odio, rencor y venganza, esa gran dosis de amor que se traduce para el pecador en perdón y misericordia, al gran ejemplo de Dios, quien en Cristo nos ha perdonado a todos. En efecto, en algún momento también extraviamos el camino, y tuvimos la fuera para volver y pedir mil veces perdón. Bendito sea Dios, que perdona y olvida nuestras deudas.
Con la imagen de “llamar a la puerta” con la que muchos de manera tardía desearán entrar en la Jerusalén del cielo, imagen evoca por igual esa puerta, la que está abierta para quienes habiendo conocido cual era la llave de ingreso, se mantuvieron fieles. Entrar, es la meta de la vida cristiana, entrar a esa Jerusalén que viene presentada en este evangelio de Lucas, el evangelista del universalismo cristiano, abierta a todos y en donde esa ciudad del espíritu, tendrá en sus libros los nombres de todos “ya no huéspedes y extranjeros, sino ciudadanos de los santos y familiares de Dios” (Ef 2,19). Aunque por igual la promesa de que incluso los paganos, como el samaritano será ciudadano, el Jesús de Lucas, añade un matiz polémico respecto a las mezquindades religiosas y racionalistas de todo tiempo. De allí la pregunta: “¿serán pocos los que se salven?”. Jesús supera el tema de la cantidad y pasa al tema cualitativo. Ya no es perteneciendo de manera a las tradiciones propias o de grupo, cumpliendo estrictamente las normas y preceptos establecidos, se entra por lo que es en realidad la llave que abre el ingreso, el sentido de pasar por la “puerta estrecha”, es decir, por el empeño serio y personal por la conquista del Reino de Dios. Esta es la garantía de estar por el camino correcto que lleva a la luz de la salvación. Se adelantan sobre todo los que están convencidos de ser “cristianos” y seguidores de Cristo más que sus amigos porque han gritado y señalado continuamente su identidad a los cuatro vientos. Pero he aquí la fría respuesta de Cristo repetida dos veces: “No los conozco, no sé de dónde son”. No basta haber “comido y bebido” la Eucaristía, o escuchado o proclamado su palabra, se trata de haber hecho la opción fundamental por Él y su Reino, la elección que comprende el todo de nuestra vida, nuestra inteligencia y voluntad, tiempo y trabajo, alegría y juventud, etc. Jesús lo pide todo, nuestra fe y amor plenos que nos abra las puertas de la fiesta eterna del cielo. Así este verbo griego usado por Lucas y traducido por “esfuércense” es todo una exhortación: agonizesthe indica una lucha, esa especie de “agonía” que supone el combate, lleno de lucha, sufrimiento y fatiga que involucra todo el ser y no solo la mente y el corazón. A esto nos llama el evangelio de hoy, a luchar con todo nuestro ser por alcanzar con alegría y perseverancia el Reino de Dios.
La elocuente parábola de Jesús para este domingo, nos permite ver un extraordinario contraste entre el proyecto del hombre rico que se contempla con una bodega de “muchos bienes para muchos años”, viéndose en su futuro próximo y lejano lleno de alegría, placeres, sin la más mínima señal de preocupación alguna o desventura. Pero junto a esta visión miope de la vida señala Jesús, que el designio de Dios para él estaba marcado por aquella “misma noche”, como realidad inequívoca de que todo había llegado a su final. Por eso que la reflexión sapiencial que emane de estas dos posiciones la del hombre y la de Dios, lleva a la pregunta también formulada por Jesús: “¿Para quién será todo lo que has acumulado?”. De inmediato nos aflora en el final de esta parábola la afirmación espontánea que cada uno de nosotros puede hacer: ¡Qué pena por este hombre! ¡Tanto que trabajó para nada! El destino del hombre no está plenamente en sus manos, las afirmaciones que en el pasado se decían siempre antes de iniciar un viaje, una empresa, revelaban la sabiduría del hombre prudente: ¡Si Dios quiere! El Evangelio de hoy nos enseña que el destino del hombre, como el mismo designio de Dios para nuestras vidas, llegan de improviso, por lo que no hay que estar distraídos sino vigilantes y atentos. No se deben tener las manos llenas de cosas que hay que dejar a ver a quién, sino que hay que estar llenos de obras que nos acrediten justos ante Dios. Del mismo hombre anónimo de la parábola se deduce que la mejor opción ante la vida no es la de estar fijos viéndonos en nuestras reales o ilusorias esperanzas puestas en las cosas materiales, más bien deberemos estar todo lo contrario a él, es decir, estar de pie como un peregrino que está listo con su mochila y sus sandalias, para ir siempre caminando hacia delante. Bien nos recuerda el mismo Jesús: “Estén preparados y con las lámparas encendidas” (Lc 12,33.35). La pandemia que todavía vivimos nos puede dejar muchas lecciones y, una de ellas bien podría decirnos que la fragilidad del ser humano, invita a pensar siempre en Dios y esperar todo de Él, porque sólo Él ha sido nuestro origen y será nuestro final destino.
Sí seguimos la secuencia con el evangelio del domingo pasado, podemos decir que la vida del discípulo centrada en la escucha de la Palabra de Jesús, como María la hermana de Marta, hoy se invita a buscar en nuestro tiempo, en el que en amplias zonas de la tierra la fe está en peligro de apagarse como una llama que no encuentra ya su alimento, la fuente de esa gracia que nos mantenga fieles y constantes. Y, eso es la gracia de la oración. Necesitamos renovarnos en el propósito de ser orantes, tal como Jesús en este evangelio nos lo pide y el grupo de los Doce comprendió. Jesús advierte que orar es hablar con Dios como Padre. Mateo refiere en su forma más tradicional llamarlo “Padre nuestro”, Lucas en cambio tiene sólo una inicial palabra, “Padre”, que es ciertamente la traducción del original arameo usado por Jesús, Abbá, “querido padre, papá”. Palabra pues de gran intimidad, que sólo Jesús nos la podía revelar por su plena y total experiencia personal al referirse a Dios, como Hijo suyo que es. La audacia de Abrahán es superada por la audacia de Jesús, el Hijo, que invita a quien lo sigue a acortar las distancias entre Dios y el hombre, a sustituir la imagen de un Dios imperial e impasible por el rostro de un Padre que “nos enseña a caminar teniéndonos de la mano…” (Os 11,3). Orar es pues, una experiencia de hijos que se encuentran con su Padre Dios. Él que no se esconde para que no lo encuentren, o duerme y no quiere ser jamás perturbado; al contrario es el único que sabe de bondad para saber dar lo que necesitan los hijos. Debemos mantener el hilo de la constancia, a eso nos invita este evangelio de hoy. La oración no es una emoción, no es un resplandor, una experiencia ligada a la necesidad; es, en cambio, una respiración continua del alma que no se apaga si siquiera durante la noche. Si somos constantes en la oración, es porque sabemos que la oración es eficaz: “Pidan y se les dará, busquen y hallarán, toquen y se les abrirá”. Pero siempre repitiendo como el propio Jesús nos lo dijo: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. Pedimos pero aceptando su santa voluntad, que no se equivoca y que siempre es un acto de amor hacia nosotros.