“¡Señor, ábrenos!” (Lc 13,22-30 – XXI del Tiempo Ordinario)

“¡Señor, ábrenos!” (Lc 13,22-30 – XXI del Tiempo Ordinario)



Caminando juntos bajo el lema del año jubilar: “Peregrinos de esperanza”, nos dejamos iluminar por el Evangelio de hoy, donde se nos da una pregunta para todos los tiempos: “¿Son pocos los que se salven?” Jesús no afirma de que sí o de que no. Con una fulgurante parábola si afirma que la puerta de la salvación, es decir, la puerta que da acceso al banquete del Reino de Dios es estrecha y que mucha gente se agolpa esperando poderla pasar. La lista comienza por los que se sienten en verdad “cristianos”, pero Él asegura “No los conozco, no sé de dónde son”. Entonces parece que a Jesús habría que haberle preguntado más bien ¿Cómo se alcanza la salvación? No es tanto por la participación a la mesa, por haber comido y bebido con Él, o haber escuchado o pronunciado sermones sobre Él, la puerta se abre para los que eligieron una vida de fe y de amor. Ésta parece ser la llave que abre la puerta de su casa y que ha sido evidenciada como estrecha. ¿Qué significa eso de puerta estrecha? Significa el empeño que es necesario para lograr la meta de la salvación. El verbo griego usado por Lucas y traducido como “esfuércense” es muy sugestivo: agonizesthe, que indica una lucha, una especie de “agonía-combate” que supone fatiga y sufrimiento, que involucra todo el ser y no solamente la mente y el corazón. Creer es una actitud seria y radical que no se puede reducir a una simple acción externa o devocional. Es una decisión plena de todo el ser, para querer vivir de Dios y con Dios. Para entrar en el Reino de Dios, hay que pasar la puerta estrecha de las renuncias al amor propio y sus implicaciones, aceptando por el contario un amor por el otro, en donde puedo hallar al propio Jesús. Pero además, nos aseguran las palabras de Jesús, que los lejanos que parecieron no ser invitados, encontrarán por su fe y la práctica de las obras de misericordia el camino que les lleve a la puerta abierta del Reino prometido. La salvación en definitiva no deja de ser un camino estrecho, porque requiere entender con seriedad la Palabra revelada de Jesús, que no distorsiona, sino que más bien clarifica el camino recto hacia la presencia de Dios.

Propósito de la semana: En este mes de la familia haremos lectura de este evangelio con todos los miembros de la familia y luego también leeremos y meditaremos esta reflexión.

“¡Señor, ábrenos!” (Lc 13,22-30 – XXI del Tiempo Ordinario)

“Dicen: Va a llover, y así es” (Lc 12,49-57 –XX Ordinario)



El mensaje de este domingo de la Palabra de Dios, se mueve dentro del género literario del simbolismo sacado de la vida real. Todo para ayudarnos a comprender que en el tiempo presente que nos toca vivir, se puede estar atendiendo, como está moda, a Dios y al diablo, al amor y al egoísmo. Surge entonces la pregunta: ¿Qué nos está pasando? Para responder a esta interrogante existencial y espiritual, habrá que atender al llamado de Jesús en el Evangelio de hoy. Ya en la antigüedad existían técnicas para prever el cambio del clima, sobre todo siguiendo el ritmo de los vientos, en efecto el viento del sur presagia calor y las nubes que se condensan en el occidente amenazan con la lluvia. Jesús invita a ver los signos de los tiempos no en el viento, en el cielo o las nubes, hay que verlos en la historia y en a propia cotidianidad. Hay que preocuparse no sólo por el clima atmosférico sino también y sobre todo por el cómo va la vida. Hay que saber juzgar con luz de sabiduría lo que nos está pasando y luego saber optar por el camino justo. Hoy existe la indiferencia para leer correctamente lo que pasa y el deseo de actuar en resonancia con este difícil presente, por lo que Jesús exhorta a sus discípulos que sepan interpretar el tiempo presente. En vez de buscar respuestas en los nubarrones o cielos remotos, el cristiano está invitado a ver los signos de los tiempos que vamos produciendo en estos aconteceres, tal como el propio Jesús nos había dicho: “No hay árbol bueno que produzca frutos malos, ni árbol malo que dé frutos buenos” (Lc 6,43). El Reino de Dios está, efectivamente, radicado en el presente, y siguiendo los caminos de Dios en la historia es como llegamos a la plenitud futura. Por eso es peligroso dejar pasar el tiempo sin comprenderlo, profundizarlo, vivirlo intensamente. Dándole respuesta mediocres que no comprometen la vida y postergan la acción de Dios. Aceptar a Dios y profundizar en Él, es el camino justo al que estamos llamados, sin vacilaciones que suscitan las tantas teorías y los muchos nuevos grupos llamados equivocadamente espirituales, que ofrecen ofertas paliativas a la verdaderas aspiraciones del ser humano, y que sólo Cristo, Dios hecho hombre, envidado del Padre nos puede satisfacer plenamente.
Propósito de la semana: Reflexionaré sobre lo veloz que va el tiempo y buscaré formas de aprovecharlo con obras de atención y compañía para personas que nos necesitan.

“¡Señor, ábrenos!” (Lc 13,22-30 – XXI del Tiempo Ordinario)

“La finca de un hombre rico dio una gran cosecha…” (Lc 12, 13-21 – XVIII del tiempo ordinario)



La liturgia de la Palabra de este domingo parece estar introducida por el texto de Qohélet al decir: “¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad!” (Qo 1,2) de la primera lectura. Y la parábola que Jesús narra en este domingo encierra el profundo significado precisamente de “la vanidad humana”, que ante Dios y sus designios es más que vacío. En efecto, “vanidad” en hebreo es una especie de superlativo del vocablo habel/hebel, que significa soplo, vapor, humo, aliento, viento, vacío, vanidad, nada. Nuestras preocupaciones humanas contrastan con el proyecto de Dios. Se piensa como el rico de la parábola en buscar reservas “muchos bienes para muchos años”, queriendo así asegurar años futuros de disfrute, placeres y olvido de todas las responsabilidades. Pero,“¿para quién será lo que has acumulado?”, aparece el designio real de muerte, que llega “esta misma noche”, se le dice al rico. Jesús describe sin ningún tapujo o convencionalismo, la realidad de ricos insensatos, que se preocupan de llenar las manos, vaciando el corazón. El rico absorto por sus preocupaciones solo de acumular, olvida reflexionar sobre la triste realidad que le rodea y que sutilmente le envuelve como  lo es la vanidad, preocupado en poseer más y más, olvidando lo que de él pueda pensar Dios, quien todo lo ve y juzga. Y, junto a su vanidad está la hermana de esta la avaricia, por la cual este se hizo rico sin miramiento alguno con tal de ser más y más rico. Su destino irremediablemente: ¡la muerte! Jamás pensó que con su gran cosecha podría ofrecer toda su ayuda a los muchos pobres que seguramente rondaban su finca pidiendo trabajo o ayuda. ¿Será que la riqueza nos hace ciegos? Con esta parábola Jesús quiere quitar la ceguera de los ojos y del corazón. Porque ciego estaba el rico al decir: “me diré: descansa, come, bebe y pásalo bien”, se miraba único árbitro de su vida y destino, olvidando al único Árbitro de la vida que le dice: “Tonto, ¡esta misma noche morirás!”.

PROPÓSITO DE LA SEMANA: Meditaré ¿cómo se puede ser rico a los ojos de Dios? Trataré de compartir algo de mis bienes con algún pobre necesitado. Hay que derrotar la vanidad y la avaricia.

“¡Señor, ábrenos!” (Lc 13,22-30 – XXI del Tiempo Ordinario)

“Orar y Pedir” (Lc 11,1-13 – XVII del Tiempo Ordinario)



El orar hoy nos viene presentado a través de pequeños ejemplos puestos por Jesús de vida doméstica de los ciudadanos de su tiempo. Hoy el Evangelio que nos ofrece el “Padre Nuestro” de Lucas, al contrario de Mateo que usa la forma más tradicional, Lucas sólo tiene una palabra para iniciarla: “Padre”, que es ciertamente la traducción del original arameo usado por Jesús “Abbá”, que se traduciría como “querido padre, papá”. Esta palabra de gran intimidad aseguran los especialistas tuvo que ser dicha por el propio Señor, que atrevidamente para su época le habla a Dios con tanta propiedad de intimidad y confianza. La audacia de Abrahán es superada por el propio Jesús que es el Hijo por excelencia. Viendo de cerca la versión de Lucas sobre el “Padre Nuestro” hay dos invocaciones al Padre que sirven de vértice: “Venga Tú Reino” y “perdónanos nuestros pecados”. La primera invocación reafirma el Tú de Dios y nuestra expresión de  alabanza a Él, de quien esperamos siempre lo mejor. La segunda refiere a la existencia humana cotidiana nuestra. Comprendamos entonces que Lucas nos lleva del “Tú” que como pronombre singular invita a pensar en el otro pronombre del plural “nosotros” usado en la oración para que se fusionen y den sentido a esa maravillosa oración que es: diálogo con Dios Padre y el hombre que es hijo. De aquí que esta oración es el modelo de toda oración cristiana. Que venga su Reino, es la suplica de ese continuo acto de salvación divina en Cristo, sosteniéndonos con el pan de cada día en esta historia e invitándonos a su construcción con el empeño de amar perdonando siempre. Orar es entrar pues en este misterio, capacidad de descubrir quien en el secreto nos mira y escucha atentamente. Orar no es una emoción, no es un resplandor, una experiencia ligada a la necesidad; es, en cambio, una respiración continua del alma que no se apaga ni siquiera durante la noche. Dios está despierto siempre… Dios busca a quien esté en vela… como recita el canto, “¡Qué vez en la noche, dinos centinela!”. Los santos nos han dado mucho ejemplo de oración que todos debemos de seguir. San Francisco de Asís fue ¡un santo hecho de oración! Propósito para esta semana: Me dejaré llenar del ejemplo de algún santo o santa, para seguir en la medida de lo posible el horario y la manera como nos narran que oraba. No olvidemos que se para aprender a orar, hay que “orar”, así de sencillo. Dios hace su parte.

“¡Señor, ábrenos!” (Lc 13,22-30 – XXI del Tiempo Ordinario)

“Y Jesús dijo: “Dichoso tú, Simón hijo de Juan…” (Mt 16,13-19- Fiesta Pedro y Pablo)



En este domingo celebramos la fiesta de la Confesión de San Pedro y San Pablo, es decir, el don de sus vidas en el martirio por la causa de Cristo. Con sus vidas confiesan la fe en el único Cristo Señor. El inicio de la vida apostólica de Pedro, está referida a su propia llamada junto al lago de Galilea, Jesús con su palabra profética y eficaz es el que transforma a estos modestos galileos en “pescadores de hombres” (Mc 1,16-18). Desde este momento Pedro es asociado a la misión de Jesús en una posición de primer plano, como señalan además las listas de los Doce: “Primero Simón llamado Pedro” (Mt 10,2). El texto evangélico de hoy refiere a ese momento fundante de la vida de Jesús y Pedro en la escena de Cesarea de Filipo que se proclama en la liturgia de hoy. Habiendo proclamado Pedro “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” don de la gracia en su persona (“no te lo ha revelado la carne ni la sangre”), él es constituido fundamento visible “roca” de la comunidad mesiánica naciente de Jesús (“mi Iglesia”), y a él se confía la tarea de guía autorizada recibiendo como signo de esta potestad las llaves con el poder de “atar y desatar”. Así, después del Señor Jesús, Pedro es el personaje más citado en el Nuevo Testamento: su nuevo nombre “Petros” aparecerá 154 veces; de las cuales 27 asociado a su antiguo nombre Simón, mientras el arameo “Kefa”, “Pedro/piedra” resuena 9 veces, principalmente usado por san Pablo. Es por tal motivo que la Iglesia celebrando hoy el martirio de ambos apóstoles considerados columnas fundacionales de la Iglesia, probablemente martirizados en los años 26/27 de nuestra era cristiana en Roma, constituye el fundamento por igual para celebrar el día del Papa, legítimo sucesor del Príncipe de los Apóstoles. A Pedro y sus sucesores, nosotros hoy nos dirigimos no sólo como a modelos de fe y conversión sino como a guías que nos confirman en la misma fe y en la comunión eclesial. El Concilio Vaticano II, en sus documentos, no se enfoca en la figura del Papa como una persona individual, sino en su papel como sucesor de Pedro y cabeza visible de la Iglesia. Las frases que surgen del Concilio se refieren a la naturaleza del ministerio petrino y su relación con la colegialidad episcopal y la totalidad del pueblo de Dios. Ante la reciente elección del Santo Padre León XIV, hemos vivido con especial devoción y afecto todo un Cónclave por medio del cual, el Colegio de Cardenales, movidos por la acción del Espíritu Santo, mantienen su misión de dar a la Iglesia a través de los siglos al Vicario de Cristo entre nosotros. ¡Larga vida al Papa León XIV! ¡Viva el Papa!

“¡Señor, ábrenos!” (Lc 13,22-30 – XXI del Tiempo Ordinario)

“Sopló sobre ellos…. RECIBAN EL ESPÍRITU SANTO” (Jn 20,19-23 – Domingo de Pentecostés)


El evangelio de hoy nos recuerda que fue la tarde del día de Resurrección, cuando Jesús vuelto a la vida se reúne en aquel mismo día con sus amigos, es Él, pero distinto, diferente, ha entrado sin tocar o abrir la puerta, Él está ahora glorificado y posee la “gloria” que el Padre le ha dado, gozando ahora de manera plena y perfecta el “Amor” recíproco que hay entre Él y su Padre, que es el Santo Espíritu,   se coloca hoy como Señor Poderoso al principio de la Creación, como lo hizo desde el seno de la Trinidad, “sopla” para hacer nuevas todas las cosas… ¡Reciban el Espíritu Santo! Él resucitado es la fuente del don del Espíritu Santo, por eso es que Juan pone a Jesús dándolo en el mismo día de Pascua, y cómo Él lo había prometido cinco veces en los discursos de despedida durante la Última Cena. Y, junto al gesto de “soplar” recordando como he señalado anteriormente, el don de dar aliento de vida, están las palabras de “¡Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen los pecados les serán perdonados…”! El Espíritu Santo crea una nueva humanidad libre del mal que queda borrado por medio del sacramento del perdón celebrado dentro de la Iglesia, como mediadora de tan maravillosa experiencia de re-creación.
Cerramos hoy a la luz de estos textos maravillosos en la liturgia de este día santo, reconociendo que la raíz del la efusión del Espíritu Santo está en la Pascua del Señor. Él emerge de la fuente inagotable de la vida del Resucitado, cumpliendo dos tareas para el vivir de la Iglesia nacida del costado abierto del Redentor: consolar y enseñar. Su presencia en el tiempo de la Iglesia hasta la Parusía, continua el anuncio obrado por Cristo. Su acción no nos hace tener en un relicario las palabras de Jesús, sino que las hace vivas, presentes, fecundas, las revela en su valor nuevo y oculto, las transforma en semilla que germina. Por eso el Espíritu es necesario para que la Palabra de Dios sea operante, se difunda y anime a la comunidad cristiana.