“Yo les doy la vida… y jamás se perderán” (Jn 10,27-30 – IV de Pascua)

“Yo les doy la vida… y jamás se perderán” (Jn 10,27-30 – IV de Pascua)



Celebrando la Pascua de Resurrección, el primer elemento que nos ofrece la Palabra de Dios en este domingo, es la certeza que somos ovejas de Jesús, el Buen pastor. Incluso antes que naciéramos ya su voz había resonado para que una vez que viniéramos a la vida, tuviéramos la más profunda inclinación a la dulzura de su voz. Para la Biblia “escuchar” es más que oír, implica adhesión alegre, obediencia, elección de vida. Quien ha escuchado la voz inconfundible de su pastor, le sigue, de manera cotidiana y continua, incluso cuando aparecen las garras del lobo intentando devorar nuestra carne y destruir nuestro espíritu. Pero es precisamente aquí, cuando vale recordar que somos sus ovejas, Él nos asegura que nadie nos podrá “arrebatar” de su mano segura y omnipotente, “¡Jamás se perderán!”. La resurrección de Cristo le ha hecho ser vencedor, para que junto a Él venzamos también todos los suyos. Así lo presenta esa gran multitud de “toda nación, raza, pueblo y lengua” en la segunda lectura del Apocalipsis. Pero esa gran consumación de la historia, toda unida bajo un solo y único pastor, implica una real adhesión al “buen pastor” que ha tomado la iniciativa de ofrecer su vida en rescate de todos, buscando tan anhelada unidad de su cuerpo. El texto del evangelio es invitación a seguir esa trilogía de verbos presentes, con esa gran carga de exigencia de fe, como punto de partida dice: “Escuchar-conocer-seguir”. Es todo un itinerario del discípulo que habiendo encontrado por la fe al Resucitado, ha escuchado su voz, busca conocerlo más y más, para luego tomar una decisión radical de seguirlo hasta el final, como prueba de que se llegó a esa etapa de madurez espiritual que es el amor por el Jesús, que en el domingo pasado fue confirmado por Pedro: “Tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero”. Sólo desde este itinerario llegamos a la certeza de Pablo: “Estoy convencido de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni principado, ni presente ni futuro, ni potencia, ni altura ni profundidad, ni criatura alguna podrá jamás separarnos del amor de Dios, en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rm 8,38-39). Que la Jornada Mundial de Oración por las vocaciones sacerdotales y religiosas, celebrada este domingo, permita a los jóvenes escuchar de nuevo su voz y responder a sus llamadas. Y, que también las familias se preocupen por ser espacios de fe viva donde se permitan celebrar la fe y dejar que Dios hable al corazón de los hijos. De la oración por la vocaciones pasamos también al compromiso por ayudar a Dios a elegir a sus obreros.

“Yo les doy la vida… y jamás se perderán” (Jn 10,27-30 – IV de Pascua)

“¿Me amas más que éstos?”    (Jn 21,1-19- III Domingo de Pascua)



El tercer domingo pascual pone en escena en toda la liturgia de la Palabra, junto a la hermosa presencia del Resucitado, a un actor particular y principal, el apóstol Pedro. La figura de Pedro, que en Jn 20,3-10 desempeña un papel nada insignificante, pero sin alcanzar un perfil personal destacado, aparece aquí en el capítulo 21, con un fuerte relieve. Se ilumina su carácter (v.7b), se le confía un encargo (vv.15-17) y finalmente se descubre y explica su destino de muerte en el seguimiento de Jesús (vv.18-19). Se recoge, pues, y se amplía el interés por él, y desde luego más allá de la situación pascual, su situación ante la comunidad. Entremos en materia. Aquí en este domingo, lo vemos en acción en el libro de los Hechos de los Apóstoles: en el aula procesal del Sanedrín de Jerusalén él testimonia sin vacilación su amor y su fe en Cristo Resucitado. Idealmente podemos imaginar que, mientras él profesa su fe delante del tribunal o mientras sufre la pena oficial de la flagelación con los cuarenta azotes menos uno según la ley, en su mente tenga el recuerdo del acontecimiento vivido tiempo atrás en el lago de Galilea, ese espejo de agua que había servido de marco de su historia primero como pescador y después como pastor en sentido muy particular.
Veamos algunas particulares del texto evangélico. En dos escenas aparece reconociendo Pedro al Resucitado y este le hace la triple pregunta  si lo ama. La primera respuesta se extiende casi sobre dos momentos distintos, el de la pesca milagrosa y el del banquete que el Señor come con sus discípulos a la orilla del lago.  Por otro lado, la frase “echar la red a la derecha”, probablemente solo quiere ser un augurio y un auspicio de  buena fortuna, pues, en el lenguaje semítico “la derecha” es el símbolo de la buena suerte y del bienestar. El no reconocer a Cristo resucitado, es una constante en estos episodios, la Magdalena lo confundió con el guardián del jardín sepulcral. Esto nos indica que no se reconoce al Resucitado, por el simple trato familiar, de los ojos y de los sentimientos; es, más bien, el camino de la fe. Pedro, advertido por el innominado “discípulo amado”, reconoce a su Señor y se lanza hacia Él con todo el impulso de su amor. Así se convierte en el modelo del discípulo que sigue a Cristo. En conclusión, podemos decir que existe el texto la intención de rehabilitar a Pedro con una triple confesión de su amor por Jesús, borrando así el pasado de su triple negación. El perdón dado por Jesús lo invita al amor para que sea fundamento de esa específica misión que Cristo le confía de ser pastor supremo de su rebaño.

“Yo les doy la vida… y jamás se perderán” (Jn 10,27-30 – IV de Pascua)

“¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?” (Lc 24,1-12- Domingo de Resurrección)


En esta esplendida mañana del Domingo de Resurrección proclamamos desde la profesión testimonial del Evangelio de Lucas que se nos proclama este día, que las mujeres que llegaron ante esa tumba en la que vieron depositar el cuerpo del crucificado, sólo iluminadas por la luz del alba, descubren como dice el evangelista, a través el primer verbo citado y repetido dos veces: “Encontraron la piedra retirada…, pero no encontraron el cuerpo del Señor Jesús”. Esta afirmación nos garantiza desde ya que el Cristo pascual no puede ser “encontrado” como un objeto, sino que debe ser creído a través de una búsqueda y un descubrimiento llevado sobre otro plano espiritual, en el plano de la fe. La piedra removida es ya el signo de una nueva realidad ya acontecida. Lucas presentando lo que nos puede pasar a todos, ante el callejón sin salida para la razón, sobre el hecho de la resurrección, usa uno de los cuatro verbos con que el Nuevo Testamento,  señala la perplejidad ante algo que parece imposible de aceptar, el verbo “aporein”. Las mujeres no tienen a nadie que les pueda explicar lo que les ha acontecido y el mensaje que han recibido. Incluso para los apóstoles su testimonio aparece como un “delirio” de su fanatismo por la persona de Jesús. De pronto viene el gran signo del propio Dios que queda siempre en el misterio, al enviar a “dos hombres con vestidos deslumbrantes” símbolo de esa procedencia celestial desde donde vienen. Pero ya el terror por lo que ven, termina cuando escuchan la voz de los enviados que les disipan la duda, atendiendo al gran anuncio pascual: “Cristo no está aquí. ¡Ha resucitado!”. El ángel introduce un nuevo verbo que las mujeres acogerán y pondrán en práctica: “Recuerden lo que les dijo… y ellas recordaron sus palabras”. El “recuerdo bíblico” es un escudriñar la Escritura hecha conversación con aquél que es el Verbo Encarnado, y que luego será la predicación primitiva de la Iglesia. Por lo tanto ese “recordar” es ver como el pasado de una promesa se hace ahora realidad, es descubrir que una palara dicha por Jesús no ha muerto en el momento en que la pronunció , sino que entonces comenzó a vivir para llegar a nosotros convertida en realidad. “¡Cristo verdaderamente ha resucitado!” ¡Felices Pascuas de Resurrección!

“Yo les doy la vida… y jamás se perderán” (Jn 10,27-30 – IV de Pascua)

“Jesús hacia El Calvario” (Lc 22,14-23,56 – Domingo de Ramos)


Entramos en la Semana Santa de año Jubilar y este gran domingo está guiado con un rico aroma de fe que la inaugura. Espiritualmente entramos a Jerusalén la ciudad que grita: “Que grande es en medio de ti el Santo de Israel” o como hemos leído: “Bendito el que vienen en el nombre del Señor”. Y, entrando con estos sentimientos escucharemos la solemne narración de la Pasión del Evangelio de Lucas, que nos acompaña en este año litúrgico. Para Lucas contar los relatos de la Pasión “cuando conducían a Jesús hacia El Calvario…” es como una “huella existencial” a quienes los primeros cristianos acudían y que para el evangelista es una invitación para que los discípulos puedan seguir a Jesús detrás de sus propios pasos. Así Simón de Cirene y las piadosas mujeres no están allí de simples espectadores o testigos neutros, sino que aparecen como casi modelos del seguimiento de Jesús. El propio crucificado antes de morir deja a todos sus discípulos el testamento del perdón a los pecadores por las ofensas recibidas: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Lección que el Maestro repitió a lo largo de toda su vida y ministerio terreno. Y, en esta línea del amor y el perdón, sólo Lucas narra el arrepentimiento del buen ladrón, a quien Jesús le ofrecerá el don del Reino prometido. También se asocia a esta enseñanza para la vida de los discípulos la actitud orante de Jesús, que incluso en la hora de la muerte, también se presenta como una síntesis de toda su vivir: “Padre, en tus manos entrego mi espíritu”. La última palabra que aflora en los labios de Jesús es, según Lucas, aquel “Padre” final, pronunciado con la serenidad y la confianza de un Hijo. El discípulo debe seguir a Jesús, profeta mártir, Hijo de Dios y perfecto orante. Hay que recalcar querido lector, que este evangelio de Lucas, más que los otros evangelios traza de manera importante el camino que el discípulo deber recorrer en el seguimiento de Cristo. Y, que hoy al iniciar la Semana Santa estamos llamados de nuevo a reprender para ser en verdad: Discípulos del Nazareno. ¡Santa y feliz semana para todos! No abandonemos Jerusalén en este tiempo de gracia, en ella veremos el amor y gloria de quien murió y resucitó para salvarnos.

“Yo les doy la vida… y jamás se perderán” (Jn 10,27-30 – IV de Pascua)

“Celebremos una fiesta” (Lc 15, 1-32 – IV Domingo de Cuaresma)


Que gran sentido tiene “Celebremos una fiesta” en Domingo cuaresmal, porque al ser nuestra pascua semanal, celebramos la fiesta de la reconciliación, la vuelta a casa. Y, lo celebramos con un clásico de la literatura evangélica el relato en parábola del así conocido “Hijo pródigo”. Pieza maestra de la enseñanza de Jesús sobre la realidad del amor del Padre Dios y de todos sus hijos en este mundo. En su centro temático la parábola muestra la historia de un “retorno” y no la historia de una crisis sin remedio de un drama interior. El conocido verbo bíblico de la conversión –el hebreo shûb, “retornar”, que en los evangelios se vuelve el griego metanoein, “cambiar de mentalidad” – indica precisamente un cambio de ruta, como hace el pastor beduino que en el desierto se da cuenta de seguir una ruta que lo aleja del agua, del oasis. O como el barco que está perdido por no seguir las indicaciones de su mapa. Lo maravilloso del relato radica en la “decisión” del joven hijo que se había extraviado por caminos disolutos y malsanos lejos de la casa paterna: “Me levantaré y volveré a mi padre”. Y, junto a esta actitud de conversión del hijo menor, la extraordinaria actitud del padre: “cuando todavía estaba lejos el padre lo vio y conmovido corrió a su encuentro, se le echó al cuello y lo besó”. Como dicen sus primeras palabras de saludo al hijo, se trata de una muerte que se transforma en vida, en un descarrío que se vuelve en un hallazgo alegre. Aunque el volver nunca es fácil, no hay que olvidar que toda conversión conlleva la certeza de nunca estar abandonados, solos, de no correr el riesgo de encontrar al final una puerta cerrada o un padre que es sólo juez implacable y sin misericordia. Tal mensaje para este domingo, inicio de la cuarta semana de cuaresma, nos invita a ver a Dios que a nosotros nos espera tras haber vagado como ovejas descarriadas y Él que es el personaje principal de la parábola, se revela como el padre que Protagoniza la historia de un amor jamás roto o apagado. El padre que esperó al hijo contra toda esperanza al final lo vio venir. Al igual, el hijo en medio de su pecado tuvo la llama de la esperanza encendida, al haber comprendido que el amor de su padre, era más grande que su más negra y triste realidad de hijo malagradecido y perdido.