“¿…La Madre de mi Señor viene a mí?” (Lc 1,41-45 – IV Domingo de Adviento)

“¿…La Madre de mi Señor viene a mí?” (Lc 1,41-45 – IV Domingo de Adviento)




Con la luz de la Navidad ya cercana se ilumina este último domingo de Adviento, las dos figuras fundamentales estrechamente relacionadas son: el Mesías y su Santísima Madre. Por un lado en la primera lectura de Miqueas resplandece la figura de “Belén”. Ésta, la ciudad de David, lugar del nacimiento anunciado para el Mesías y una embarazada que está a punto de dar a luz a un nuevo David, rey de paz y de alegría, fuente de una renovada armonía para la humanidad. Y, seguidamente el acento sobre Cristo y María su Madre, se ve hermosamente completado en el cántico de Isabel, recogido en el evangelio de este domingo. Isabel prima de Maria y madre de Juan Bautista la saluda diciéndole: “¡Bendita tu entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!”. La primera parte del saludo es una bendición, un concepto que en la Biblia y en el Antiguo Oriente estaba ligado sobre todo a la fecundidad. Toda mujer de Israel veía la bendición sobre su propio cuerpo al quedar encinta. Así pues, si la bendición es signo de la presencia eficaz de Dios en una persona, en María esta presencia es grandemente significativa y plena, porque María es la bendita por excelencia. La segunda parte del saludo de Isabel refiere al Niño que María lleva: “Bendito el fruto de tu vientre”. María ha sido la favorecida para ser Madre del Mesías, la mujer que físicamente lo engendrará, pero se aumenta la dignidad de tal madre al haberlo aceptándolo en primer lugar en la fe. Ella antes de concebirlo en su vientre lo concibió en su corazón, llegando a ser bienaventurada porque “ha escuchado la Palabra de Dios y la puesto en práctica” (Lc 11,27-28).  Él, el que ella lleva en su seno, es el Bendito por excelencia, por quien se han hecho todas las cosas, este Dios en María, la llena de hermosa belleza y la hace templo del Altísimo que la cubre son su sombra. Cómo María, “La Creyente”, acerquémonos al pesebre para contemplar al Dios que ha puesto su morada entre nosotros. Con esta santa Palabra de Dios preparémonos para acercarnos al pesebre de Belén.

“¿…La Madre de mi Señor viene a mí?” (Lc 1,41-45 – IV Domingo de Adviento)


“La gente preguntaba a Juan ¿Qué debemos hacer?” (Lc 3,10-18 – III Domingo de Adviento)



Entramos con este domingo a la tercera semana de Adviento, todo apunta a preparar con madurez el camino ya cercano a la Navidad. Juan el precursor con su actitud nos presenta una imagen de Cristo con rasgos claros y firmes. Cristo es exigente y el precursor anticipa dichas exigencias del Mesías en tres compromisos morales que impone sin ablandamientos, a las tres categorías de personas que interrogan: la gente, los publicanos y los soldados. Todo se resume en dos palabras esenciales, “justicia y amor”. El Bautista combate la espera de un Mesías envuelta en un halo de luz tranquilizadora y somnífera, que adormece las conciencias y eleva el espíritu a las certezas selectivas y subjetivas de cada persona en particular. Para Juan, la presencia del Mesías traerá fuego a la tierra, que exterminará la indiferencia de los corazones. Su presencia exigirá compromiso, nada de fugas estratégicas, de actitudes indecisas y de supuestos de hipocresía. Nadie podrá estar con Él y con su adversario, que sea éste la riqueza, el abuso del poder o la vida placentera sin más. El que escucha la voz en el desierto de Juan, entiende que ya se puso la chispa de fuego que encenderá el bosque, el hacha que cortará el tallo, la hora de sacar frutos. Es este domingo el llamado de la alegría, porque Jesús, como Mesías ya cercano no dejará a nadie indiferente, sumergidos en la neutralidad y sin desestabilizarse. Produciendo así la alegría que da vida sincera y la entrega sin medida. No es una alegría sentimental la que hay que experimentar este domingo, se trata de una alegría por una “causa”: ¡Jesús ha llegado a nuestros corazones y por eso estamos alegres! Cumpliendo así en nosotros la profecía de Sofonías de la primera lectura: “El Señor te renovará con su amor, se alegrará por ti con gritos de júbilo, como en los días de fiesta” (3,14-18).

“¿…La Madre de mi Señor viene a mí?” (Lc 1,41-45 – IV Domingo de Adviento)

“¡Qué los valles se eleven, que los montes y colinas se abajen” (Lc 3,1-2.4-6 – II de Adviento)


La referencia que hace Lucas al año decimoquinto de Tiberio, hace comprender a cómo las acciones de Dios se sitúan en el tiempo y en el espacio. No estamos leyendo en la Palabra de Dios de este domingo, fábulas o cuentos de camino real, como solemos decir. Es más, ella con la primera lectura del libro del profeta Baruc recuerda el retorno de los hebreos desterrados, cantado hoy incluso por el conmovedor Salmo 126 (125). En efecto, en el 586 a.C. Jerusalén destruida por Nabuconodosor, hizo que salieran de su tierra entre las lágrimas y las más tristes desolaciones. Pero ese camino que entonces habían recorrido con los ojos velados por la lágrimas, ahora lo vuelven a recorrer entre cantos de alegría, con los ojos llenos de felicidad; parece que el desierto ya no existe, ha quedado atrás. Ahora el temor, estaba en sentirse libres… El camino espiritual vivido en el destierro, les hizo comprender lo cuán difícil es ser libres. Con ese Salmo parece que el pueblo a una voz le dice al Señor: “¡No sabíamos, Oh Dios, cuán díficil es ser libre!”.
Ese itinerario de retorno de Isareal hacia Jerusalén, ahora  es simbólico para nosotros, que caminamos en este tiempo de Adviento. Señala el evangelio que “Dios habló a Juan”, para que nos diga ahora, en el presente y en el espacio de nuestra vida, que Dios, no se ha olvidado de nosotros, y que sus promesas, ya cumplidas en la llegada de su Hijo, se renueva hoy, como un nuevo amanecer. De aquí, que las palabras de Juan: “Preparar el camino del Señor” significa remover los obstáculos que retardan o impiden su llegada al corazón del hombre.  Donde se pueda estar allí viviendo de manera dramática y real un destierro, peor que el que sufrió Israel en Babilonia, la voz de Juan invita a buscar apresuradamente la liberación, aunque ésta cueste mucho alcanzarla. Entonces para nosotros al igual que para ellos, el camino de la libertad se vuelve plano y alegre sólo después que sobre él se ha derramado el sudor y la violencia del cambio, es decir, se ha hecho una auténtica conversión personal, recorriendo las huellas del retorno a la casa paterna, como dirá el proprio Lucas en al parábola del Hijo pródigo. Esta es la fortuna de creer en Dios, el pasado puede quedar atrás, nuestro presente está siempre por delante.






“Tengan ánimo y levanten la cabeza…” (Lc 21,25-28.34-36 – I Domingo de  Adviento)
Iniciamos con mucha alegría el nuevo año litúrgico que en esta oportunidad nos prepara para el Jubileo del 2025, gracias por seguir al compáz de la Palabra de Dios dominical, a través de estos modestos comentarios y al deseo de hacer la Lectio Divina de manera personal y comunitaria. La lectura evangélica en este ciclo “C” del evangelista Lucas, nos invitará como los demás evangelistas a descubrir la figura extraordinaria de Jesucrisdieto. Como lo dice el teólogo alemán, Él es el die mitte der Zeit, el centro de la historia. Él nos lo presentará como amigo de los publicanos y los pecadores, como profeta que nos comunica la última y perfecta revelación divina, como el pobre que no tiene ni siquiera en dónde recostar la cabeza, como un peregrino hacia Jerusalén, como el salvador de las enfermedades físicas pero también de las miserias interiores, como sede del Espíritu Santo, que después de Él infunde sobre la comunidad de los discípulos. Lucas por lo tanto se convierte como lo señala Dante en su obra latina Manarquía, en ese scriba mansuetudinis Christi, el “escritor de la mansedumbre de Cristo”.
Para ponerle “ritmo” a este tiempo Lucas nos invita a “ tener ánimo y levantar la cabeza”, es decir, a marcar el paso para la acción que nos debe mantener despiertos y vigilantes. Pero surge la pregunta: ¿Esperar qué? La respuesta la ofrece el evangelistas, esperar que la luz de Cristo que es como el pleno día, le permita al discípulo suyo, salir de las tinieblas de la noche, que simbolizada en el vicio, la indiferencia, el apego a lo material, etc. Quiere que el discípulo se ponga en pie y levante la cabeza hacia la luz, el amor la verdad. Un nuevo “Adviento” que haga emerger de estas liturgias un nuevo retrato del cristiano: hombre lleno de justicia, peregrino puesto en el camino recto, ciudadano del día y sobre todo amante de la vida, que sólo Jesús puede dar. Entonces: ¡Ánimo! Llega nuestra salvación. Dejémonos penetrar por la Palabra de Dios, ya que sin ella no hay posibilidad alguna para vivir, lo que la Iglesia quiere que vivamos como Adviento. Sin la Palabra de Dios diaria no hay Adviento. ¡Esto es así de sencillo!



“Dijo Pilato a Jesús: ¿Tú eres el rey de los judíos? ” (Jn 18,33-37 – Cristo Rey)
El procurador romano Poncio Pilato ha entrado en escena con Jesús, después de que los sumos sacerdotes se lo han llevado para que decida su destino de vivir o morir. Todos los evangelistas reportan la pregunta que éste le hace a Jesús: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Jesús  le afirma claramente que efectivamente Él es rey, pero su reino no es de este mundo… no se trata de un proyecto político, de un sistema ordenado a las realidades socio-económicas o militares. El enfrentamiento de Jesús con Poncio Pilato, representan la contraposición de los reinos, que aparecen antagónicos. Por una parte está el reino imperial, que necesita ríos de sangre para sostenerse y dominar a así a sus súbditos, llevando así a la esclavitud. El de Jesús está basado en el acto supremo de la voluntad de Dios, su Padre, de acercarse a la humanidad como un acto supremo de amor, teniendo su realización no en la sangre de los otros sino en la sangre de su Rey y Señor. Por esto podemos definir al reino al que Jesús refiere como el “Reino de la verdad”. Y, “verdad” en el lenguaje bíblico –y en particular en el evangelio de Juan –es un termino profundo, evoca la revelación de la bondad del Padre, y que es expresión de la fidelidad de Dios a sus promesas de salvación, es el anuncio del reino divino, es el evangelio, es Cristo mismo. Desde este análisis, el reino de Jesús no tiene como ley el dominio, sino el servicio (cf. Mc 10,41-45), busca siempre la justicia, está oculto como una pequeña semilla en el campo, pero es indestructible y dará siempre fruto. El Reino es Cristo mismo en su realidad de Hijo de Dios glorificado, como lo presenta el Apocalipsis, es el Alfa y el Omega de la historia, es decir, la primera y la última palabra de nuestro acontecimiento humano, es “aquel que es, que era y que viene”, abraza en sí las tres dimensiones del tiempo, el pasado, el presente y el futuro. Al terminar hermanos, hoy el año litúrgico con esta hermosa y rica celebración tan cargada de sentido y esperanza, un gracias a todos por ser asiduos a la lectura de estos comentarios y pedirles sigan ayudándose con los mismos para la lectio divina. Feliz y santa fiesta de Cristo Rey.

“¿…La Madre de mi Señor viene a mí?” (Lc 1,41-45 – IV Domingo de Adviento)

“Dijo Pilato a Jesús: ¿Tú eres el rey de los judíos? ” (Jn 18,33-37 – Cristo Rey)


El procurador romano Poncio Pilato ha entrado en escena con Jesús, después de que los sumos sacerdotes se lo han llevado para que decida su destino de vivir o morir. Todos los evangelistas reportan la pregunta que éste le hace a Jesús: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Jesús  le afirma claramente que efectivamente Él es rey, pero su reino no es de este mundo… no se trata de un proyecto político, de un sistema ordenado a las realidades socio-económicas o militares. El enfrentamiento de Jesús con Poncio Pilato, representan la contraposición de los reinos, que aparecen antagónicos. Por una parte está el reino imperial, que necesita ríos de sangre para sostenerse y dominar a así a sus súbditos, llevando así a la esclavitud. El de Jesús está basado en el acto supremo de la voluntad de Dios, su Padre, de acercarse a la humanidad como un acto supremo de amor, teniendo su realización no en la sangre de los otros sino en la sangre de su Rey y Señor. Por esto podemos definir al reino al que Jesús refiere como el “Reino de la verdad”. Y, “verdad” en el lenguaje bíblico –y en particular en el evangelio de Juan –es un termino profundo, evoca la revelación de la bondad del Padre, y que es expresión de la fidelidad de Dios a sus promesas de salvación, es el anuncio del reino divino, es el evangelio, es Cristo mismo. Desde este análisis, el reino de Jesús no tiene como ley el dominio, sino el servicio (cf. Mc 10,41-45), busca siempre la justicia, está oculto como una pequeña semilla en el campo, pero es indestructible y dará siempre fruto. El Reino es Cristo mismo en su realidad de Hijo de Dios glorificado, como lo presenta el Apocalipsis, es el Alfa y el Omega de la historia, es decir, la primera y la última palabra de nuestro acontecimiento humano, es “aquel que es, que era y que viene”, abraza en sí las tres dimensiones del tiempo, el pasado, el presente y el futuro. Al terminar hermanos, hoy el año litúrgico con esta hermosa y rica celebración tan cargada de sentido y esperanza, un gracias a todos por ser asiduos a la lectura de estos comentarios y pedirles sigan ayudándose con los mismos para la lectio divina. Feliz y santa fiesta de Cristo Rey.

“¿…La Madre de mi Señor viene a mí?” (Lc 1,41-45 – IV Domingo de Adviento)

La próxima fiesta de Cristo Rey nos dice que: “Él ya está cerca, a las puertas” (Mc 13,24-32 – XXXIII Tiempo Ordinario)

 

               El discurso en parábolas (cap.4) y el llamado “escatológico” (sobre las realidades últimas de la historia cap. 13), del que hoy escuchamos una parte, son los únicos discursos de una cierta extensión que Marcos pone en la boca de Jesús. El centro del texto proclamado hoy no es la visión catastrófica del mundo, sino más bien  la “venida del Hijo del hombre” que es la finalidad de la historia humana, es decir la meta hacia la cual se dirige todo para que sea finalmente plena. No hay que olvidar estimados lectores, que en el Antiguo Testamento el ingreso de Dios juez de la historia tenia estas manifestaciones previas.  La tradición judía y cristiana había visto en estas página apocalípticas el ingreso definitivo del Mesías. Y, ante la realidad de Cristo ya presente todo indica que su Reino ha iniciado entre nosotros. ¿Qué nos dice entonces este enigmático texto? Es una llamada para que el cristiano permanezca en vigilia, es decir, atento y activo. La breve parábola de la higuera que hemos leído, indica los cambios de las estaciones: al contrario de casi toda totalidad de los otros árboles de Palestina, la higuera pierde en invierno las hojas, en primavera echa sus brotes que, creciendo, señalan la inminencia del verano y de los frutos. El cristiano debe vivir con los ojos abiertos, no sumergidos en las distracciones y en el placer ciego, sentado a la orilla de los acontecimientos de la vida, por el contrario está como el centinela que vigila y no se deja sorprender, sabe leer los signos de los tiempos y así verá venir el Reino de Dios, con gloria y poder. Con la palabra de Dios de hoy, nos animamos a no esperar el fin del mundo sino el retorno de Jesús, sabiendo que mientras el tarde deberemos estar siempre vigilantes y convencidos se ser operarios de su viña, construyendo ese Reino de Dios, que Jesús ya ha inaugurado y que nos apremia a todos. Con este domingo nos preparamos espiritualmente a celebrar la solemnidad de Cristo Rey del Universo, final de nuestro año litúrgico. Bella también la oportunidad para agradecer a todos ustedes, el seguir recibiendo estos comentarios al evangelio dominical para recibir con ellos la Buena Noticia de nuestro único Rey y Señor, Jesucristo.

“¿…La Madre de mi Señor viene a mí?” (Lc 1,41-45 – IV Domingo de Adviento)

“Hijo de David”


Con la llegada al trigésimo domingo del tiempo durante el año, llegamos a divisar el final de este año litúrgico, reconociendo que Cristo es el Rey del Universo. La exclamación del ciego: “¡Hijo de David!”, pone en los labios de todos el reconocimiento que ese Jesús Nazareno que le dicen que está pasando es en verdad el heredero de las profecías y promesas hechas a David, el rey ideal del Antiguo Testamento. Tras la curación física de Bartimeo, se oculta un signo más profundo y mesiánico. Evidentemente se está cumpliendo la promesa mesiánica, subrayada en los gritos del ciego: “¡Hijo de David!”. La ceguera interior es la primera en ser borrada. En efecto, Jesús ante todo evidencia la fe de este ciego abandonado a la orilla del camino y marginado por todos sus compatriotas “que lo reprendían para hacerlo callar”, Él en cambio le dice: “¡Tu fe te ha salvado!”. La reacción del ciego curado ante la acción y la palabra de Jesús despierta una disposición: “lo siguió por el camino”. Es ya el seguimiento del discípulo que sigue por el camino al maestro hacia la cruz. Tema que en la segunda parte de este Evangelio está muy presente, ya que se sucumbre literaria y teológica. Así pues, la
historia de un milagro físico se convierte en la narración espiritual de una vocación a la fe y al discipulado. Quien ha sido curado por Jesús, ya no queda paralizado a merced de otros y en las más tristes y teribles lamentaciones, por el contrario, se pone de pie y se decide seguir a ese “Rey” a quien reconoce como su salvador. La celebración próxima de Cristo como nuestro rey, es la nueva oportunidad de emprender el nuevo camino, ese camino que conduce a la vida y a la disposición siempre nueva de ser un discípulo que quiere seguirlo siempre. Con esta fiesta todos escuchamos la invitación: “¡Levántate! ¡Te llama!”. Hoy como
experiencia espiritual prepara tu mochila espiritual para celebrar con el alma y el corazón que Jesús debe reinar que