¡Bienaventurado el que escucha la Palabra de Dios! (cf Lc 11,28)

El texto que el Papa Francisco ha elegido para el Domingo de la Palabra de Dios es sumamente expresivo para la vida de la comunidad cristiana. El evangelista Lucas inserta estas palabras de Jesús como conclusión de un discurso en el que se puede ver de nuevo unidas la acción mesiánica de Jesús y su enseñanza. El capítulo se abre con la petición hecha por un
discípulo de que les enseñe a orar como el Bautista había hecho también con sus discípulos. Jesús entonces enseña
la más bella oración que todos los cristianos han utilizado siempre para reconocerse como hijos de un solo Padre.
El Padrenuestro no es solo la oración de los creyentes que afi rman tener una relación fi lial con Dios a través de Jesús, sino que constituye también la síntesis del renacimiento a una vida nueva en la que cumplir la voluntad del Padre, que es la fuente de la salvación. En una palabra, es la síntesis de todo el Evangelio.


Las palabras de Jesús invitan a quienes oran con esas expresiones a dejarse implicar en un «nosotros» indicativo de una comunidad: «Cuando oréis, decid» (Lc 11,2), y permiten percibir por parte de sus discípulos una fi rme voluntad de orar como expresión de toda su existencia. La oración, por tanto, no es cuestión de un momento, sino que implica toda la jornada de un discípulo del Señor. Requiere la alegría del encuentro y la perseverancia. Por eso el Señor continúa diciendo: «Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá» (Lc 11,9). Nada queda sin ser escuchado por el Padre cuando se pide en nombre del Hijo. La enseñanza de Jesús, en todo caso, es evidente en su acción y en su testimonio. En nuestro contexto, el evangelista incorpora un exorcismo. Un hombre que había quedado mudo, ahora recupera el habla ante el poder de Cristo.

Sin embargo, el asombro y el entusiasmo de la multitud no consiguen detener la insolencia de algunos que no interpelan a Jesús por su actividad taumatúrgica, sino por su origen: «Por arte de Belzebú, el príncipe de los demonios, echa los demonios» (Lc 11,15). Tentación despiadada y engañosa de quienes no pretenden acoger en su vida la fuente de la salvación a través del amor, sino que se empeñan en seguir ligados a la ley y a sus obras. La reacción de Jesús es una enseñanza más sobre su origen divino, pero al mismo tiempo es una invitación apremiante a cuantos creen en él a no dejarse vencer por la presencia del mal y por los servidores de la violencia, porque el Reino de Dios está claramente en medio de nosotros con sus frutos.

Todo este contexto lleva a una mujer allí presente a exclamar con convicción: «Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron» (Lc 11,27). La respuesta de Jesús es inmediata. Aunque permite que alaben a su madre, invita a los creyentes a que dirijan la mirada más allá. A la proclamación de la bienaventuranza une la escucha de la Palabra de Dios con su puesta en práctica. Se abre ante nosotros un doble horizonte. Por una parte, la existencia cristiana se caracteriza por la escucha de la Palabra de Dios. Ella ofrece un sentido tan profundo que ayuda a comprender nuestra presencia en medio de los altibajos del mundo. Siempre será una dura lucha entre los que se adhieren a la Palabra y los que se oponen a ella. Endulzar esta condición puede dar a los cristianos un papel social más remunerado, pero los hará insignifi cantes, porque al final seguirán siendo «tontos» y estarán sometidos. Se volverán como la sal que pierde su sabor y serán pisoteados y rechazados incluso por aquellos a los que han esclavizado (cf Mt 5,13). Ilusión de la que debemos rehuir con convicción para no hacer vano el Evangelio de la salvación. Por otra parte, no basta solo escuchar la Palabra de Dios. Jesús añade un verbo decisivo que implica «conservar» esta palabra en uno mismo mediante su observancia. Es constitutivo del anuncio cristiano dar testimonio de ella. Custodiar la Palabra equivale a hacer que se convierta en una semilla que da fruto a su debido tiempo (cf Lc 8,15). Su efi cacia, sin embargo, no depende tanto del compromiso personal, sino de la fuerza que brota de esa
Palabra divina.


La Palabra de Dios, por tanto, se traduce en la «voluntad de Dios», y viceversa, esta se convierte en su Palabra que obra la salvación. La comunidad cristiana, en consecuencia, se convierte en el lugar privilegiado donde se puede escuchar y vivir de esta Palabra, porque en la comunidad los cristianos son verdaderamente hermanos y hermanas que se apoyan los unos a los otros viviendo en el amor. El Domingo de la Palabra de Dios, como puede verse, permite nuevamente a los cristianos reforzar la tenaz invitación de Jesús a escuchar y valorar su Palabra para ofrecer al mundo de hoy un testimonio de esperanza que le permita ir más allá de las difi cultades del momento presente.